1/ ¿Por qué este documento?
Hoy en día, la necesidad urgente de pensar o repensar la política, el amor, la economía, la sociedad, la revolución, etc., se ha convertido en un lugar común; en resumen, ¡todo el mundo dice que hay que pensar! Sin embargo, esta afirmación se ha convertido, por lo general, en una fórmula ideológica, que conduce o bien a negarse a pensar en la complejidad de la situación actual, o bien a delegar el pensamiento en especialistas. Pocos aceptan esta exigencia y este reto. El tan cacareado lema «hay que repensar» cierra la puerta a una imposibilidad estructural. Este documento pretende aclarar el contenido que damos a esta exigencia, porque para nosotros pensar no puede identificarse con una instrucción, es una práctica vinculada a un proyecto que no pretende aportar una nueva verdad, sino participar en la creación de nuevos caminos. Como el pensamiento es un proceso colectivo, queremos que surjan otros pensamientos, aunque nos desafíen.
2/ ¿Cómo definiría el Colectivo?
El Colectivo fue creado en 1988 por personas de muy diversos ámbitos profesionales, y hoy es franco-argentino. El final de los años 80 fue un periodo de gran desilusión, en el que las esperanzas de que un gobierno de izquierdas llegara al poder se vieron más que defraudadas, llegando incluso a desmovilizar a gran parte del movimiento de protesta. Así que fue en esta «era del vacío», y en un momento en que las luchas revolucionarias y alternativas estaban en retirada, cuando nosotros, Malgré Tout, quisimos asumir un reto que nos parecía, y nos sigue pareciendo, fundamental: crear y ofrecer un espacio de libertad donde el pensamiento y la práctica críticos, opuestos al realismo empresarial dominante, puedan encontrar un lugar de expresión e intercambio. Se trata de pensar la crisis de la era del Hombre (Modernidad) sin caer en el inmovilismo que proponen los sofistas postmodernos, pero criticando al mismo tiempo el determinismo evolutivo que sustentó el compromiso durante la época pasada.
3 / ¿De qué tipo de crisis estamos hablando?
Desde el principio, una de nuestras principales líneas de trabajo ha sido intentar analizar esta famosa crisis, sobre la que los medios de comunicación, verdadera ideología del momento, no cesan de insistir y, al hacerlo, trivializan, convencidos como están de que basta con nombrarla. Hemos querido analizar a qué se refiere esta crisis, y hemos empezado por preguntarnos: ¿estamos ante una simple crisis o la sociedad está en proceso de una verdadera ruptura con el pasado? Nuestra posición es que no se trata de una simple crisis, y que sí estamos ante una profunda ruptura de los esquemas referenciales que operaban anteriormente. Partimos de esta constatación, compartida por muchos otros, pero quizá veamos más adelante en qué nos diferenciamos de las posiciones posmodernas que, a nuestro juicio, no son más que el epílogo de la Modernidad. Esta crisis marca el final de una época, generalmente denominada Edad del Hombre o Edad de la Modernidad. Se han tambaleado los principales marcos teóricos y, en consecuencia, las prácticas sociales. Para nosotros, esta crisis no significa una simple disfunción o un momento de duda temporal que, una vez comprendido y tratado adecuadamente, nos permitiría seguir como antes. Esta ruptura no puede resolverse con unas cuantas consideraciones ideológicas, porque se trata de una ruptura tan importante como la que experimentó la humanidad cuando pasó del «mundo cerrado» de la Edad Media al «universo infinito» de la Modernidad. Una vez definida y estudiada esta ruptura, podremos determinar qué nuevas formas de libertad le corresponden.
4/ ¿De qué época estamos hablando?
Hasta hace veinte años, la ideología dominante, inspirada en las teorías darwinianas y hegelianas, afirmaba la existencia de la verdad y el progreso. Hombres y mujeres creían en el futuro de la humanidad, en una tierra prometida libre de injusticias, humillaciones y explotación, una tierra no sexista. Una idea era central, era la lógica misma de la racionalidad moderna: la emancipación del hombre por el hombre era posible. Estábamos convencidos de que la educación sería un aprendizaje de la libertad, de que la ciencia nos permitiría a todos estar sanos y bien, de que cualquier cambio sólo podía ser bueno y mejor, porque las personas actuaban según lo que les convenía. Estas tierras, estos mundos prometidos o debidos, recibieron diferentes nombres. Para los marxistas, era el comunismo científico, el resultado inexorable de una historia de evolución de las fuerzas productivas que comenzó con el comunismo primitivo. Para otros, como el padre Teilhard de Chardin, el mensaje era claro: partíamos del punto alfa, una especie de punto cero organizativo, y llegábamos al punto omega, verdadero punto de encuentro mesiánico, totalidad totalizadora que justificaba por sí misma el recorrido dialéctico realizado por la materia y el espíritu. En esta visión determinista y evolutiva del hombre en camino hacia un futuro cierto, todos los proyectos, por antagónicos que fueran, se realizaban en nombre del Bien. En la época del hombre existía lo que podría llamarse un imperativo de universalidad: todo proyecto no sólo se dirigía a una totalidad futura (un todo), sino que debía concernir a todos los hombres. Una de las consignas típicas de la Modernidad era «cambiar la vida». Esta idea de cambiar la vida de la gente de arriba abajo no era monopolio de los movimientos revolucionarios de la Modernidad; todo el pensamiento y las prácticas de aquella época se basaban en el principio de que podíamos y debíamos cambiar la vida de la gente, a pesar de la gente. El propio Pasteur dijo en un arranque de humanismo y en nombre del Bien: «No te pregunto por tu religión ni por tu raza, si sufres me perteneces». Cambiar la vida significaba que, hasta entonces, la humanidad había estado sumida en una vida falsa, una vida disminuida; se trataba de llevar a las personas a la verdadera vida. La redención era posible, y se basaba en el supuesto de que, una vez eliminadas las barreras de la opresión, las personas podrían por fin dar rienda suelta a sus impulsos libertarios. Como resultado, nuestras vidas se volvieron pequeñas y patéticas, y la única forma de encontrar favor a los ojos de la historia era sacrificarlas para acercarnos al día del cambio. Hegel lo expresó así en su libro La razón en la historia: «En la medida en que la historia se nos presenta como el altar en el que se han sacrificado la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos, surge necesariamente la pregunta de para quién, con qué fin se han hecho estos inmensos sacrificios… sin embargo, en todos los hechos inquietantes que pueblan este cuadro, sólo queremos ver medios al servicio de lo que afirmamos que es el destino sustancial, el fin último absoluto o, lo que es lo mismo, el verdadero resultado de la historia universal. » Se trata, pues, de legitimar las luchas, incluso a costa de grandes sacrificios, en nombre de la necesidad, de la Razón en la Historia.
5/ ¿Todos los movimientos emancipadores obedecieron a esta lógica determinista?
No. En particular, podemos señalar ciertos movimientos feministas de los años 70, que supieron articular reivindicaciones parciales con una idea dinámica de liberación que no se agotaba en ningún logro. Hubo, en cierto modo, un desafío a la prerrogativa de la Razón: una continuidad fluida y sin fisuras que remitía a la identidad plena del sujeto. Esta otra lógica, que llamaremos «lógica de la no clausura», es la que, sabiendo estructurar lo más eficazmente posible las luchas a través de los logros, no hipoteca la esencia trascendente de estas luchas: la libertad no puede agotarse en ningún acto y, en consecuencia, en ningún logro. Algunas luchas de liberación de la mujer supieron diferenciarse de otras luchas emancipatorias en este sentido, porque su objetivo no era el advenimiento o la realización total de un Ser-que-es-mujer, sino reivindicar una mujer en ciernes defendiendo que la diferencia entre los sexos no puede representarse. Desgraciadamente, esta posición ha seguido siendo muy poco frecuente en el conjunto de los movimientos de emancipación.
6/ Dice usted que esta lógica se ha roto, ¿podría ser más concreto?
Bueno, sí, a posteriori tenemos que reconocer que esta hermosa Torre de Babel racionalista se ha derrumbado, llevándose consigo la idea de que la historia tiene un sentido propio, de que la verdad está siempre situada por delante y aún por revelar. Pero hoy, cuando observamos algunos de los fracasos a lo largo del camino, estas explicaciones ya no resuenan, ya no funcionan como racionalización, porque la propia lógica que sustentaba esta racionalidad, la lógica determinista, se ha roto. Con la ruptura de esta lógica dialéctica o metafísica, reconocemos tres fuentes, tres discursos paradójicos que, desde principios de siglo, coexisten con su carga subversiva junto al discurso determinista.
7/ ¿Podría precisar cuáles son esas tres fuentes?
El psicoanálisis con Freud y Lacan A principios de siglo, el descubrimiento del inconsciente desplazó al yo y a la conciencia del lugar preponderante en que los había colocado la Ilustración. Pero el propio Freud temía las consecuencias filosóficas y epistemológicas de la teoría que había fundado. Nos da una prueba de ello cuando escribe que aún confía plenamente en el día en que la farmacología pueda curar «científicamente» las psicosis, las neurosis y las perversiones, el día en que el determinismo vuelva a reinar. Física cuántica La segunda es la física cuántica. En su artículo sobre los fotones (1905), Einstein echó por tierra los fundamentos de la división entre energía y materia; a partir de entonces, la física cuántica tuvo que contar con lo indistinguible en lugar de con lo real. Ante este descubrimiento, Einstein también se asustó y escribió: «Sin embargo, Dios no juega a los dados», lo que significaba que el determinismo volvería algún día al centro de la física. Política La tercera fuente es la política y, más concretamente, la revolución. El marxismo no es sólo una brillante interpretación del capitalismo, es sobre todo una teoría de la emancipación que, apoyándose en los descubrimientos científicos de la época, procede a divorciar al hombre de cualquier supuesta ley natural que lo determine. Sería ridículo, incluso hoy, prescindir del marxismo a la hora de analizar las fuerzas en juego, aunque (siendo los acontecimientos la «coartada de la historia» y los individuos el «producto de su clase», siendo la historia la de las «fuerzas productivas», una verdadera nueva naturaleza para el ser humano) estemos, gracias al marxismo, volviendo a sumergirnos en el determinismo histórico y teleológico. En el marxismo siempre ha habido una lucha entre las corrientes deterministas (Stalin, Pol Pot, los movimientos marxistas mayoritarios, etc.) y las corrientes llamadas dialécticas que, contra esta visión determinista positivista, oponen a veces la fuerza del concepto (Marcuse), a veces la exigencia de utopía (W. Benjamin) o la urgencia de la revuelta (Che Guevara).
8/ ¿Cuáles fueron las consecuencias del derrumbe de esta lógica?
Antes de este derrumbe, se suponía que el ser humano podía derivar la legitimidad de sus acciones de una lectura de la realidad o de la naturaleza; este tipo de moral obedecía a un registro de necesidades externas. Con este colapso desaparece la posibilidad de una cierta lectura cientificista que consideraba la realidad como ya existente, una especie de continente oscuro a iluminar. Desaparece también la idea de que la subjetividad reside en la visión fragmentaria que un individuo o un grupo pueden tener de una totalidad que ya está ahí y que existe más allá de sus acciones. Con esta ruptura, lo Real racional, cuyas leyes determinantes debían revelarse, deja paso a un Real más opaco, más oscuro. Del mismo modo que los actos fallidos, los lapsus, las ocurrencias y los delirios no deben interpretarse como errores que hay que corregir o normalizar, deben entenderse como existentes, como percepción o, para decirlo mejor, como inscripción siempre aleatoria del sujeto. Podemos decir que del Real racional de la Modernidad pasamos a un Real estocástico, es decir, sujeto al azar, pero quizá deberíamos utilizar el concepto de «errático» para calificar un Real que nos permite pensar de forma racional lo radicalmente nuevo. La política ya no puede ser entonces el descubrimiento de lo históricamente correcto, sino una apuesta.
9/ Antes de volver a la noción de apuesta, ¿no hay ya algunas reacciones a esta crisis?
Una reacción es fundamentalista. El discurso fundamentalista forma parte de lo que podríamos llamar discurso restaurador. Mientras que los pensadores críticos, habiendo identificado un punto de sinsentido en el sentido común dominante, proponen una vía alternativa, el discurso restaurador, rebelándose contra cualquier intento de hacer lo contrario, propone un retorno a lo que considera el orden natural (el reino de Dios, el monarquismo por derecho divino, la creación de un hombre puro, etc.). El discurso fundamentalista sólo ha conservado la voluntad y la pasión de la Modernidad, pero rechaza definitivamente cualquier alusión a la Razón. Así, en el caso del fascismo o del integrismo religioso, toda racionalización resulta inútil, ya que se trata de discursos dirigidos a las pulsiones. En contraste con el discurso fundamentalista, el discurso posmodernista afirma el pesimismo de la Razón y condena definitivamente la voluntad que condujo a la búsqueda de la Utopía. Los posmodernistas, incluidos los nuevos filósofos, se declaran contrarios al universalismo y a la totalización. Reaccionando contra los proyectos revolucionarios que, arraigados en la Modernidad, veían el fin de la historia en un gran más allá nocturno, y habiéndose dado cuenta de que en nombre de esta vida verdadera que trascendería los proyectos revolucionarios se había cometido un cierto número de barbaridades, llegaron a la conclusión de que no era la lógica de un fin de la historia como totalidad totalizadora lo que había que abandonar, sino toda esperanza de cambio social. Para ellos, el fin de la historia ya se había alcanzado, la verdad trascendente estaba ahí, y ciertos ideólogos revolucionarios habían fracasado ciegamente en detectarla: la democracia tal y como se practica en los países occidentales. Para los nuevos filósofos, cualquier utopía sólo puede conducir al totalitarismo, y el horizonte insuperable es «el ahora de hoy». En consecuencia, lejos de proponer una salida teórica al fin de la Modernidad, se limitan a señalar su epílogo, porque también se sitúan en una lógica determinista de la historia, en la lógica de una buena totalidad totalizadora. La Postmodernidad expone su proyecto político en pocas palabras: realismo empresarial y humanismo. Los ideólogos posmodernos niegan toda contradicción estructural (porque la contradicción estructural significa un proyecto de cambio, que es precisamente lo que no quieren) y presentan los puntos de ruptura de la organización del mundo (hambrunas, guerras, racismo, etc.) como simples disfunciones técnicas menores que hay que gestionar. Esta gestión de los pequeños males del planeta toma la forma espectacular de las diferentes ONG, organizaciones humanitarias sin fronteras. Al presentar el presente como insuperable, nuestros queridos realistas fijan las situaciones de tal manera que, por ejemplo, los países del Tercer Mundo SON pobres, los países occidentales SON ricos, y lo que no es más que el resultado de una estructura de producción se presenta como natural. Mostrar al ciudadano-espectador que el Tercer Mundo ES pobre del mismo modo que la tierra es redonda confiere a esta situación un carácter intocable; utilizando anuncios televisivos y declaraciones de expertos de todo tipo, se justifica así la desvinculación y el desempoderamiento del ciudadano-espectador. Si, bajo el impulso de los debates tercermundistas y poscoloniales, el ciudadano occidental se sentía en cierto modo responsable de estas injusticias, hoy, aunque la miseria sigue siendo la misma, los posmodernos se empeñan en decirnos que no tenemos nada que ver con ella, porque es ontológica. En la sociedad realista y managerial, la Res Publica se ha convertido en la Res Technica, y todo lo que debería concernir a la vida de los individuos y de las sociedades se ha convertido en un asunto técnico (ecología, bioética, economía, etc.). A pesar de ello, no creemos que los movimientos revolucionarios deban centrarse en la reacción. De hecho, la visión darwinista de las relaciones de poder como determinantes de las relaciones políticas dio, en la militancia clásica, un lugar importante, incluso obsesivo, a los hechos y acciones de la reacción en una especie de fascinación por la barbarie. Creemos que la reacción, incluso en forma de represión, aunque no debe ser descuidada, no debe ser considerada como un «sujeto negativo de la historia» que, como en un proceso de desarrollo fotográfico, podría revelar el lado positivo de nuestra línea política. Se trata, pues, de pensar en términos de utopías que rompen con el capitalismo, más que en una resistencia estricta a los movimientos reaccionarios.
10/ ¿Son ustedes un grupo político?
El Colectivo Malgré Tout no se define como un grupo estrictamente político. Nos dedicamos a la investigación teórica y práctica destinada a comprender el conjunto de la crisis que vivimos, que no se limita a la política, porque afecta a los diferentes registros de la actividad humana en los que están en juego la pasión, la libertad y el deseo. Además de la política, se trata del amor, el arte y la ciencia. En otras palabras, esta crisis está deconstruyendo los fundamentos mismos de todos los espacios y registros en los que se trata del ser, la verdad y la libertad. Nuestro mundo se propone abandonar todo esto a merced de un mundo estandarizado, vigilado y desprovisto de pasiones libertarias. Estos cuatro registros son precisamente aquellos en los que están en juego las pasiones libertarias y, por tanto, el ser mismo del ser humano. Nos definimos más como un colectivo filosófico, porque la filosofía es un frente de lucha, el campo donde circulan y chocan los diferentes enunciados que surgen del pensamiento crítico y de la práctica. Hoy en día, quien no quiera renunciar a la libertad en el arte, la política, la ciencia o el amor, no puede evitar un serio desvío a través de la filosofía.
11/ ¿No restringe esto estas cuestiones a una élite?
En absoluto. Contrariamente a lo que cierta visión académica nos quiere hacer creer, las preguntas filosóficas más profundas son las preguntas más concretas a las que nos enfrentamos todos. Las preguntas «¿por qué?» y «¿cómo?» conciernen a todos y a nadie. Pero plantearse estas preguntas y reflexionar sobre ellas exige un verdadero trabajo. La pereza, que es una de las formas de la canalla ambiental, y el narcisismo, oculto tras el disfraz del individualismo, son atajos que permiten evitar enfrentarse al trabajo, a veces arduo, de pensar. Cuando uno quiere abrir una ventana en la pared de su casa, se toma el asunto en serio y lo estudia, así que ¿cómo es posible pretender cambiar el mundo evitando cualquier esfuerzo de pensamiento? Si la verdad implica una ruptura con el saber, eso no significa que descuidemos el conocimiento que proviene de la historia de la humanidad, y sin abogar por un enciclopedismo imbécil, creemos que es necesaria una investigación para superar una situación dada. Si olvidamos demasiado, dejamos el campo libre a «los que saben» (los gestores técnicos del capitalismo).
12/ Según sus conceptos, estos cuatro registros tratan del vínculo entre la pulsión de muerte y el sentido común.
Un siglo de revoluciones y cinco siglos de Modernidad han contado con dos cosas: la primera es que el hombre podía cambiar, y la segunda es que el hombre podía cambiar de la nada. El fracaso ha sido total en este sentido, y hemos asistido a «tentativas desafortunadas», tanto individuales como colectivas, que, lejos de conducir a la satisfacción de un placer o de un interés, se organizaban socialmente en torno a formas que parecían garantizar el efecto contrario. Nos interesamos, pues, por lo que, estructuralmente, impide el cambio que la modernidad revolucionaria había soñado. Identificamos una doble estructura: el sentido común en la esfera social, y la pulsión de muerte en la esfera individual. Este otro registro explica las acciones de hombres y mujeres al no situarlas ni en la esfera del interés ni en la de la coherencia racional. El concepto de «pulsión de muerte», tal y como lo elabora el psicoanálisis, ataca el núcleo racional de la Modernidad en la medida en que concibe al hombre en busca de la felicidad (placer e interés). La pulsión de muerte explica la existencia de comportamientos que no se rigen por la dialéctica «principio de placer-principio de realidad», y aparece así como un «más allá del principio de placer», una búsqueda de un estado de nirvana que implica desagregación y multiplicidad, en contraste con la pulsión de vida (deseo), que implica unidad y coherencia. La pulsión de muerte es una forma de denominar este defecto estructural que hace que entre el sujeto deseante y el objeto de deseo no exista una armonía perfecta, a diferencia de lo que ocurre en el mundo animal, entre la necesidad y la saciedad. Este otro motor, la pulsión, choca a veces con los intereses racionales y razonables. El principal corolario de esto es que se rompe definitivamente la posibilidad de que, a través del proceso de emancipación, el ser humano tenga acceso directo al mundo objetivo, regido por intereses que trascienden toda subjetividad y necesidades inequívocas. Cuando hablábamos de «superar la escasez», pensábamos que podíamos determinar unívocamente el contenido de esas necesidades: del número de bocas podríamos deducir la cantidad de pan necesaria. En oposición a esta visión conductista, podemos decir que estas «necesidades» no forman parte de un orden natural; son nombradas, determinadas histórica y libremente por el hombre. Así pues, en lo que respecta a la emancipación, no sólo no puede haber necesidad (inscrita en un orden natural), sino que las distintas formas que puede adoptar la emancipación sólo pueden ser parciales, y nunca pueden ser la totalización que sintetizaría para siempre el deseo de plenitud y armonía del ser deseante. En este sentido, diríamos que la pulsión de muerte derrota la lógica de la Modernidad, porque desaloja la idea de un yo fuerte, dueño de sus actos y actuando de acuerdo con la Razón; también hace añicos toda esperanza en una revolución concebida como totalidad totalizadora. La noción de sentido común ataca también la idea totalizadora según la cual sería posible un día que todos los hombres, en cada momento, fueran responsables de sus afirmaciones y de sus actos, que la Razón suplantara para siempre al sentido común. El sentido común es socialmente un sentido verdaderamente compartido; es el componente central del cemento social que colma las lagunas y suaviza artificialmente las contradicciones. El sentido común constituye un mundo «armonioso» y tranquilizador en el que todo tiene una respuesta incluso antes de que se plantee ninguna pregunta. Estudiar el sentido común nos lleva a concebir el acto de pensar como un «nosotros pensamos» colectivo en el que puede encajar el sujeto individual; no es un «subpensamiento» o un «pensamiento prelógico»; representa un verdadero sistema operativo que estructura al sujeto humano. Cuando el sujeto enuncia un discurso que entra en la esfera del sentido común, diríamos que tenemos aquí un sujeto de enunciación «débil» en la medida en que no enuncia algo comprometiéndose con ello, responsabilizándose de ello, por ejemplo : el ferretero puede decir «los árabes son todos unos ladrones» y al mismo tiempo «mi amigo Farid es el mejor de los hombres»…, el militante antirracista puede decir «hay que integrar a los árabes» y al mismo tiempo «hay demasiados árabes en Sarcelles». Sin embargo, quien dice esto siempre tiene la posibilidad de inscribirse como sujeto de su enunciación, es decir, responsable de su acto enunciativo; llamamos a esto la instancia del pensamiento crítico, que está marcada por la búsqueda de la coherencia. Por ejemplo, el militante que dice «hay que integrar a los árabes» será también responsable de la cadena lógica que le sigue: acceso a todos los derechos cívicos, ausencia de cuotas racistas, etc. Un buen ejemplo es la reivindicación de la Nueva Ciudadanía: en la búsqueda de nuevos derechos, esta noción se desarrolló hasta un punto de ruptura en el que la ciudadanía no podía resumirse únicamente en el derecho de voto, sino que afectaba a todas las esferas de la vida. Los pensadores de la Modernidad eran muy conscientes de que existen el sentido común y el pensamiento crítico, pero en su opinión el sentido común tenía que desaparecer poco a poco, hasta que sólo quedara el pensamiento crítico, para que todos los hombres pudieran ser responsables de todo lo que decían. Ahora bien, sabemos que el sentido común no puede reducirse a un simple conjunto de lugares comunes o de dichos, y que es un verdadero prêt-à-penser, un «nosotros pensamos» colectivo en relación con el cual siempre puede aparecer un «yo pienso», pero este «nosotros pensamos» no puede desaparecer porque es una verdadera estructura.
13/ Entonces, si el sentido común no puede ser ordenado por el pensamiento crítico, ¿por qué seguir luchando?
Por ejemplo, gracias a las luchas feministas, el significante mujer ya no se refiere unívocamente a la mujer como madre, menos inteligente, más débil, etc. Una de las tareas del pensamiento crítico es crear imágenes alternativas hasta crear una «connotación alternativa» que integre el sentido común. Sin embargo, para el activista, tener en cuenta el sentido común como estructura significa lamentar cualquier emancipación total. Si bien es posible crear polos alternativos en torno a temas como la solidaridad y la ausencia de exclusión, es importante darse cuenta de que cuando estas imágenes se integren realmente en el sentido común, no todos los que las pronuncien se posicionarán como sujetos de su enunciado, como responsables y comprometidos. Si hoy, utilizar la palabra «escritora» sigue formando parte de la militancia feminista y compromete a quien la pronuncia, es razonable pensar que un día esta palabra formará parte del lenguaje, del sentido común, y que su pronunciación ya no comprometerá a nadie.
14/ ¿En nombre de quién se toman entonces las decisiones?
Las decisiones nunca pueden deducirse de los elementos de la situación o del conocimiento referencial. Toda decisión implica la «identificación militante» de un defecto, de un vacío que permite plantear, en cualquier situación normalizada, la hipótesis de que «las cosas no son necesariamente así». Pero decir que las cosas no son necesariamente así no implica que poseamos un conocimiento revelado sobre «cómo deberían ser las cosas». Por el contrario, decir que las cosas no tienen por qué ser así supone enfrentarse a la angustia de una indecidibilidad que, fuera de cualquier visión determinista, sólo puede afrontarse como un desafío a través de una apuesta. La libertad aparece así como el compromiso de un sujeto (individual o colectivo) con una apuesta por nuevas situaciones en las que el azar no puede ser abolido. Pero el azar no es anárquico. De hecho, cuando hablamos de azar, tenemos que admitir que el discurso que lo tiene en cuenta está monopolizado por ideólogos posmodernos que predican la resignación y el conformismo. Hablan del azar total, del «caos», que no tiene ley y al que no podemos acercarnos ni tratar racionalmente. Pero si lo determinado de una situación no puede entenderse sin pensar en lo indeterminado, también es cierto que lo indeterminado no existe por sí mismo, ex nihilo . El azar puede pensarse racionalmente a través de las leyes de la lógica paradójica. En otras palabras, el carácter aleatorio o subjetivo de un objeto (que no son sinónimos) no nos impide en modo alguno abordarlo objetivamente.
15/ Si no extraes la legitimidad de tu compromiso de un régimen de necesidad deducido del sentido de la historia, ¿qué fundamento das a tu compromiso militante: obedece a la arbitrariedad total que hace decir a los relativistas posmodernos que cada uno hace lo que quiere y que todo es equivalente?
Si tenemos en cuenta la ruptura del mito del progreso, según el cual todos los actos eran necesarios para el desarrollo de la historia, ya no podemos pensar en el compromiso al modo supermoderno de un imperativo del tipo: «Debes comprometerte». El «deber ser» era el eje moral kantiano de la modernidad («Actúa de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda ser siempre al mismo tiempo válida como principio de legislación universal»). Aunque parezca una tontería señalarlo, el compromiso con la libertad es en sí mismo libre, o dicho de otro modo: sólo la libertad puede producir libertad, y en este sentido la libertad no procede de un mandato, de un amo, aunque sea un «libertador». En estas condiciones, la razón del compromiso es una apuesta basada en la gratuidad, una apuesta que intenta perdurar en la fidelidad a los actos libres, sabiendo que cada acto libre tiene en su núcleo algo del acto de una Antígona o de un Espartaco que salva, en una situación dada, la humanidad del hombre, es decir, su libertad. Hay que construir la esperanza, y todos los que se declaran resignados muestran su rechazo a la libertad. El compromiso, es decir, apostar la vida en nombre de la verdad o de la libertad, no existe fuera de una situación dada. Sin embargo, las situaciones en las que existimos están fuera de cualquier teoría del sentido de la historia; son contingentes y no necesarias. El ser humano no puede pensarse fuera de una situación, por lo que la verdad y la libertad existen como un desafío subversivo para y en cada situación. El compromiso tiene, por tanto, un fundamento materialista, porque no toda elección es un compromiso. El compromiso se juega en la articulación de una decisión con el punto de ruptura de una situación. Así, en política, no toda elección social implica un compromiso, porque los puntos de ser, el punto de ruptura de nuestra situación, hacen que para que un pensamiento sea político deba ser una apuesta anticapitalista hacia otras situaciones por venir. En el amor, el compromiso no implica hacer elecciones diferentes sobre la gestión de los afectos o de la sexualidad, sino ser capaz de mantener la apuesta de que hay un dos, es decir, permanecer fiel al acontecimiento amoroso, que es en esencia desbordante y no identificable con una forma precisa. Del mismo modo, para la ciencia, no se trata de gestionar y desarrollar la técnica, del mismo modo que el compromiso artístico se niega a identificarse con la gestión comercial de una estética estandarizada.
Texto difundido en septiembre de 1993
16/ ¿Qué opina de la visión dominante del compromiso en forma de urgencias humanitarias?
Una visión estática de un mundo que no debería cambiar nunca más ha sustituido a los grandes relatos de la Modernidad, todos los cuales hablaban del futuro ineluctable de la emancipación del hombre por sí mismo. Pero este mundo congelado se nos presenta como un mundo que hay que gestionar y aceptar tal como es. Este cuerpo social es tratado como un cuerpo humano en el que hay urgencias. La militancia siempre ha estado, pero lo está aún más hoy en día, marcada por lo que llamamos la «trampa de la emergencia», es decir, situaciones en las que se nos dice que es hora de actuar pero no de pensar. En el actual clima de crisis ideológica, este tipo de respuesta «urgente», esgrimida una vez más en nombre de la necesidad, suscita reacciones de simpatía y solidaridad en la mayoría de nuestros contemporáneos: frente al horror de la tortura y el hambre, frente a la locura del mundo que nuestra sociedad de la imagen nos hace descubrir cada día, los espectaculares defensores de los derechos humanos nos ofrecen, con la mejor voluntad del mundo, un espectáculo «alternativo», otra imagen más soportable. Para nosotros, esto no es una alternativa y denunciamos esta trampa de la urgencia diciendo que el compromiso no puede reducirse a la buena voluntad y a los buenos sentimientos. ¿Acaso deberíamos recordar a los técnicos de la urgencia que fue precisamente en nombre de la urgencia política y con el pretexto de un peligro exterior extremo como se cometieron muchos crímenes por parte de partidos con ideologías llenas de «buenas intenciones»? Los ideólogos posmodernos, y esa caricatura de sofistas conocidos como los nuevos filósofos, son la prueba viviente de que no hace falta ser marxista para ser un buen estalinista. Así, encontramos la vieja dictadura de la necesidad entre los que no cesan de decirnos que las situaciones urgentes exigen respuestas urgentes, por supuesto sin consideraciones ideológicas ni apelaciones a la utopía, que se condena resueltamente. Y, lógicamente, la visión espectacular de los derechos humanos presupone que los problemas de la humanidad son problemas técnicos, a los que DEBEN darse respuestas técnicamente adecuadas, que ahora es el momento de actuar, que hay una emergencia. En esta paradoja, el pensamiento crítico como auténtica «práctica teórica» queda siempre excluido. Entonces, ¿qué puede ser más normal que ver a médicos, psicólogos, ingenieros y dentistas «sin fronteras» encargándose de tratar los «síntomas» que padece la humanidad? A la consigna de nuestros buenos médicos de «salvar los cuerpos», les decimos que reducir a los seres humanos a sus cuerpos biológicos es una consigna liberticida y reaccionaria, y que «salvar los cuerpos», por encima de cualquier otro proyecto, no es más que la consigna de un proyecto reaccionario contra el que hay que saber construir otros proyectos subversivos de solidaridad y de reparto.
17/ Dices que la gestión no cambia fundamentalmente las situaciones de injusticia. Gestión y política son los dos significantes que, en su opinión, se articulan y diferencian en el pensamiento político. ¿Por qué esa línea divisoria?
De hecho, la gestión es la gestión del estado de la situación, opera sobre el registro de los hechos, de lo que parece analíticamente previsible según las categorías de conocimiento de la situación. La gestión se esfuerza por dar respuesta a todos los problemas que presenta la situación, preservando al mismo tiempo las relaciones dominantes que la estructuran. La lógica de la gestión consiste en negar todas las rupturas que puedan poner en peligro la estabilidad del conjunto, considerándolas disfunciones. La política (utilizamos la palabra política, no en el sentido del político o en la ilusión de una relación entre los individuos y el Estado), en cambio, tiene que ver con el acontecimiento, la enunciación y la identificación de lo que «hace el agujero» en el desbordamiento de la situación; en este sentido, la política, que tiene que ver con la lucha y la acción, se opone dialécticamente a la gestión, que es, como dijimos, siempre gestión del estado de la situación. Esta oposición no es «selectiva»; no tenemos que elegir entre política y gestión, como tampoco tenemos que elegir entre sentido común y pensamiento crítico, ya que ninguno está en condiciones lógicas y prácticas de subsumir al otro. Diríamos, pues, que la gestión es lo que, por su propia naturaleza, debe buscar la adecuación, y por eso el acto político es siempre una nominación, una exigencia y una declaración en nombre de un presente no representado, no gestionable por el estado de la situación. Política y gestión, justicia y libertad o deseo y servicio de los bienes son los nombres que toma la destotalización en los diferentes discursos, no como un objetivo a alcanzar, sino como una ruptura original e insuperable para la humanidad.
18/ ¿Cómo relaciona su investigación con la práctica social?
Hasta ahora, y durante mucho tiempo, a las personas que querían aventurarse en el pensamiento crítico se les exigía que se dedicaran a crear una especie de enorme empresa que consistía en tener una opinión sobre cada situación, así como en promover, o más bien dirigir, prácticas sociales que estuvieran en consonancia con su pensamiento y que debían ser «el examen», la verificación de las tesis teóricas elaboradas. Esta forma organizativa, que corresponde al concepto de «intelectual colectivo», nos parece cosa del pasado, y quisiéramos contrastarla con otra forma que no se estructura según la concepción piramidal y jerárquica del viejo modelo. Las nuevas figuras que permitirán el surgimiento de una sociedad diferente ya están tomando forma en un amplio abanico de prácticas sociales, y ciertamente existen infinidad de experimentos y proyectos alternativos que, por desgracia, a menudo se llevan a cabo con la conciencia, no de la gestación de lo nuevo, sino como quien dice «estamos haciendo esto a la espera de algo mejor». Reconocemos por tanto que existe, de forma más o menos vaga, lo que podríamos llamar un «movimiento» de protesta con proyectos más o menos radicales. Creemos que son tiempos de organización revolucionaria múltiple, por lo que la práctica del Colectivo no es clásicamente la de organizar y dirigir las luchas y experiencias existentes, sino la de contactarlas, intercambiar y eventualmente promover acciones o proyectos, contribuyendo así a crear una nueva red y un tejido alternativo. Si nuestra experiencia nos ha demostrado que hay proyectos alternativos aquí y allá que no van suficientemente lejos en la reflexión sobre la ruptura con el pasado, no se tratará nunca de decirles: «haced como nosotros», sino de trabajar con ellos.
19/ ¿Se refiere al principio de autoridad?
El abandono del modo de trabajo militante, estructurado en forma de discurso del amo, un amo liberador que dice «tenéis que hacer así o asá», supone también el abandono de la característica principal de este discurso: la garantía ofrecida a las personas de un bien futuro si le obedecían. Este tipo de discurso funciona como una profecía, típica del discurso revolucionario clásico, que dice: «os dijimos esto, os hicimos creer esto, pero no es verdad. Pero ahora tenéis que creer lo que yo os digo». En la militancia clásica, el principio de autoridad, es decir, el principio según el cual cualquiera que se afilie a un partido tendrá un conocimiento prefabricado aplicable a todos los temas con el pretexto de que ya ha sido pensado por un responsable del partido y se ha convertido en la tesis oficial, tenía efectos perversos. A este respecto, el caso Lyssenko es ejemplar y revelador del pensamiento autoritario; no es en absoluto una excepción, y tuvo como consecuencia que cada militante del PC, sin haberlo pensado, tuviera su «idea» sobre la biología. Hace unos años, quien no se consideraba «ajeno a la ideología dominante» se quedaba fuera del movimiento, pero en cuanto alguien empezaba a pensar, no tenía más que afiliarse al Partido del «intelectual colectivo» que, paradójicamente, ya lo había pensado todo. Así es como, más allá de los desacuerdos, se pedía a la gente que se uniera, pero cualquier adhesión auténtica implicaba un cese del pensamiento que, si permanecía, se convertía en sospechoso de disidencia. Pero aprender la línea del Partido no significaba pensar. El fin del mito del progreso y del sentido de la historia deja obsoleto este modo de discurso, por lo que los proyectos, las apuestas y las aventuras que podemos construir en el terreno social y teórico son más una cuestión de encuentros fortuitos y afinidades cálidas.
20/ Una de las razones de la crisis de la práctica revolucionaria parece ser la ausencia de modelo ¿Puede la práctica radical prescindir de un modelo?
Tal vez haya que revisar el concepto de modelo y empezar diciendo que todo el pensamiento moderno se organizó en torno a un modelo sustancial, cuyos elementos esenciales eran el mito del Progreso y el determinismo histórico. El comienzo de la modernidad estaba lleno de promesas, anunciando el acceso del hombre al centro del universo, que iba a hacerse comprensible y modificable a su voluntad. En este universo, nada ni nadie parecía poder detener el empuje de la voluntad y la decisión humanas en su camino hacia el progreso ascendente. Ya en el siglo XV, el padre Bartolomé de Las Casas propuso, por ejemplo, un modelo de Ser Humano, y fue en nombre de este modelo como legitimó un orden mundial y una determinada praxis. La dinámica esencial del pensamiento moderno se ordenó así en torno a una concepción determinista del progreso. En el siglo XIX, el modelo productivista encajaba naturalmente en este entramado, como el modelo que permitiría al hombre superar la escasez. El capitalismo, al igual que los movimientos revolucionarios, siguió esta lógica. Hoy en día, ante el fracaso de los países en los que se han producido revoluciones basadas en este modelo, los posmodernos llegan a la conclusión de que hay que abandonar el concepto mismo de revolución, y sobre todo el modelo capitalista, que consideran el resultado inevitable de la historia. Al hacerlo, no se dan cuenta de que, como en un juego de muñecas rusas, hay que remontarse al origen (la idea de progreso determinista, hoy obsoleta) para comprender el fracaso de estos movimientos, que implica de hecho el fracaso del capitalismo como «modelo de desarrollo». Las revoluciones (1917, China, Cuba, etc.), que se habían convertido en modelos (tocables, visuales) a seguir por los activistas, ya no pueden desempeñar este papel. Muchos activistas se preguntan si es posible otro modelo. Pero no se trata de construir otro modelo «visual», donde por fin «funcionaría» de una vez por todas. Tal postura equivaldría a negar una vez más la profunda ruptura de los cimientos modernos (que tuvo lugar a principios del siglo XX), verdadera causa estructural del fracaso de los movimientos emancipadores de este siglo. Para nosotros, no se trata de preservar la idea de un modelo sustancial (modelo en sentido fuerte), verdadera matriz lógica en la que se ponen en marcha modelos «visuales» (modelo en sentido débil). Nos parece que hay que inventar una concepción del modelo como no sustancial, simbólico y como exigencia.
21/ ¿Un modelo (universalismo)? ¿Modelos (relativismo)? ¿O la afirmación de que el único modelo es la ausencia de modelo (realismo)?
En la idea de una multiplicidad de modelos, o bien hay un reconocimiento de lo evidente (la variedad de modelos ideados por los seres humanos a lo largo del tiempo y en distintos lugares), o bien una adhesión al modelo triunfante del caos, concebido no en el sentido científico sino en el ideológico: el caos es un modelo favorecido hoy por los posmodernos. Frente a esta ideología del caos, proponemos una nueva forma de pensar los modelos, modelos alternativos y múltiples que incluyan el azar. Ya existen formas alternativas de activismo, organización social, etc., pero no se llaman «modelos», sino «mientras esperamos». ¿A la espera de qué? Del «gran» modelo que superaría todos estos múltiples intentos. Si queremos ser coherentes con nosotros mismos, es decir, responsabilizarnos de la realidad de la ruptura, tenemos que renunciar a esta idea de un «gran» modelo. Son intrasituacionales y se reproducen en cada situación, en fidelidad a la libertad. 22/ Usted habla de apuestas en referencia a los proyectos políticos, pero si son como apuestas eso implica que no hay garantía del resultado esperado. La cuestión de las garantías es compleja, porque si bien todas las apuestas políticas se basan en el azar, también sabemos que ninguna apuesta puede abolir el azar. Así pues, los proyectos políticos ya no pueden desarrollarse bajo la forma de un modelo saturado que funcione según la lógica: «lo que ha sido así hasta ahora debe cambiar amoldándose a nuestro proyecto». No, el proyecto y la intervención introducen un elemento nuevo que, según su radicalidad, puede inaugurar una nueva situación, pero esta nueva situación no está exenta de efectos destotalizadores. Así pues, la ruptura introducida por una praxis política no ofrece ninguna garantía sobre la situación venidera, si por garantía entendemos la posibilidad de un control total sobre esta nueva situación. Por otra parte, el resultado de una intervención (una apuesta) puede legítimamente evaluarse en función del cambio producido en el punto de la situación en el que se articularon la decisión y el proyecto. Toda situación posrevolucionaria es el resultado de una decisión y de una apuesta que llamamos política, pero nunca es la cristalización de esta última. Por tanto, una guerra anticolonial de liberación nacional carece de garantías en el sentido ingenuo de que la gente exija que la nueva nación independiente sea perfecta. En cambio, el éxito de la independencia, ganar la prueba de fuerza, puede considerarse una garantía suficiente de la eficacia de nuestra lucha. Esto significa que concebimos la política (la ciencia, el amor y el arte) en términos de una «totalidad concreta», o dicho de otro modo, ninguna lucha es ni será la lucha final, pero para cada lucha y en cada situación tenemos derecho a rebelarnos.
23/ ¿Cómo pasar del compromiso individual al colectivo?
Estos días estamos asistiendo a una gran decepción con los proyectos colectivos clásicos. Como resultado, la gente está recurriendo a una nueva identidad: la «individual». No es que el individuo no estuviera presente en el mito del progreso, sino que formaba parte de un proyecto general en el que estaba implicado, consciente o inconscientemente, tal y como lo describe Hegel en «La artimaña de la razón»: cada uno a lo suyo y siguiendo sus tendencias naturales servía, sin saberlo, al gran propósito ontológico de la Historia. Para nosotros, el individuo es una figura coja, porque en realidad no es, como su nombre indica, «indivisible»; el individuo es una multiplicidad, una multiplicidad de experiencias, identificaciones, proyectos, pulsiones, etcétera. En estas condiciones, el ideal de un individuo singular, siempre igual a sí mismo, es falaz. El individuo aparece así como una figura más bien masificadora y alienante en la que todos hacen lo mismo que los demás, en una subjetividad que crea la ilusión de ser «muy singular». Vivimos en una época de subjetividad muy fuerte, una época muy ideológica. Tenemos que pensar en una teoría del sujeto que vaya más allá de la dicotomía ideológica individuo/grupo, y así es como vemos al sujeto como el conjunto paradójico del que hablábamos antes, siguiendo las investigaciones y los trabajos de Alain Badiou.
24/ ¿Y la cuestión del poder?
Durante un siglo y medio de revoluciones obreras y populares, la cuestión del poder fue el concepto central, la rejilla a través de la cual se abordaba todo el pensamiento político y social. Estos pensamientos sobre el cambio radical se estructuraron, con algunas variaciones, sobre el modelo evolutivo hegeliano, con el poder siempre en el centro, la verdadera cabeza del organismo o aparato. Estos pensamientos, estos proyectos, tenían que programar primero la toma de este poder central para lograr la liberación. De este modo, la cuestión del poder se transformó muy rápidamente en la cuestión, que no es lo mismo, de la toma del poder central. Esto se acompañó tácitamente de una concepción dialéctica ingenua según la cual bastaría con romper el dominio del poder central para llegar de forma más o menos natural a una sociedad de libertad. Este reduccionismo, esta falta de reflexión sobre la cuestión del poder, condujo, a pesar de toda la buena voluntad de los actores en el lugar, al desarrollo de poderes posrevolucionarios altamente autoritarios y represivos. El carácter dictatorial de estos poderes revolucionarios fue mucho más allá de la concepción leninista de la dictadura del proletariado, concebida, en principio, como una breve etapa de transición durante la cual los contrarrevolucionarios aún tenían que ser reprimidos antes de poder entrar finalmente en el reino de la libertad. Todos los poderes posrevolucionarios permanecían atrapados en esta etapa, que se había vuelto interminable, en la que la dictadura ejercida sobre el pueblo era la de los burócratas del Partido y el ejército. Por nuestra parte, establecemos una diferencia radical entre el momento revolucionario y la situación que le sigue, que es muy diferente. En otras palabras, sólo hay actos revolucionarios y nunca un Estado revolucionario, y esto no es sólo una cuestión de retórica, sino que tiene consecuencias importantes para los movimientos de emancipación.
25/ ¿Qué diferencia establece entre justicia y libertad?
Ya hemos planteado en las preguntas anteriores elementos que ayudan a establecer esta diferencia, que para nosotros es esencial. Tal vez sea necesario precisar que la justicia es siempre una cuestión de cierto grado de tratamiento de los derechos, de escasez y de distribución, y que en cualquier sociedad, la cuestión de la justicia debe tratarse como un «cierto estado de justicia». El hecho de que no exista una justicia absoluta implica la necesidad de proponer un proyecto de justicia que nos permita ir más allá de la situación. La justicia y la injusticia no son, pues, la parte aparente de un sentido oculto de la historia que nos llevaría a una situación de justicia final. A menudo se decía que era inútil hablar de libertad mientras no tuviéramos una sociedad justa. La concepción clásica de la militancia concedía una importancia fundamental al grado de injusticia de una situación para determinar las posibilidades de revuelta. Así se miraba siempre a los más pobres y desafortunados, poniéndolos a menudo en el lugar de un mesías revolucionario, considerando que los que sufrían, los más oprimidos, sólo podían desear rebelarse. Esta tendencia llegaba a tales extremos que el militante deseaba «más miseria y opresión» para que el pueblo reaccionara finalmente. Esto se llamaba «acentuar las contradicciones».
26/ ¿Entonces no confía en la espontaneidad?
No, como los hechos han demostrado repetidamente, las condiciones objetivas no implican en absoluto el paso a la revuelta, y esta relación debe ser radicalmente subvertida porque la justicia no existe en sí misma, sólo puede existir como proyecto libre de superación de la situación actual. La justicia es, pues, un estado de cosas, y la libertad un acto que permite analizar y superar la situación presente. La libertad, al ser radicalmente un acto, no puede convertirse en un «estado de situación»; la libertad es el nombre del acto que precisamente destotaliza todas las situaciones. Pero no hay libertad extra-situacional, porque la libertad existe bajo la condición de su articulación al punto de ser de una situación, al punto de destotalización de esa situación. No hacemos política revolucionaria para «construir la máquina de la felicidad», porque no se trata de que actuemos como profetas iluminados que sacrifican su vida por la felicidad de los pequeños. Si un proyecto revolucionario puede aspirar a acabar con la miseria, es obra de hombres y mujeres libres, no predeterminados por alguna necesidad externa. Por eso asumimos riesgos políticos radicales, porque sólo podemos ser libres aceptando el desafío que nos plantea nuestra situación social e histórica.
27/ ¿Está a favor de un nuevo permanentismo?
La única respuesta que dio el movimiento revolucionario a los graves problemas de las sociedades posrevolucionarias fue una vaga idea de movilización permanente como garantía de cambio real. Tácitamente implicaba la idea de la «vida real», o del comienzo de la historia tras una larguísima prehistoria de la humanidad. En lugar de esta visión «débil» del concepto de movilización permanente, hemos llegado a una visión «fuerte». La movilización permanente es característica de todas las sociedades, que se organizan en torno a la identificación de imágenes de felicidad que movilizan permanentemente a todos sus miembros, y hoy en día hablamos de mercancías y beneficios. Una movilización permanente alternativa es posible, pero no debe pensarse como la vida real sino como un imaginario estructurado en torno a otros polos (compartir, solidaridad, etc.). Estas imágenes identificadoras ordenan una sociedad, no la relación de fuerzas o la represión. Este es el concepto de aparato ideológico del Estado, que retoma el concepto de «sentido común» de Gramsci. Si la movilización permanente, en sentido débil, pretendía ser el instrumento de perpetuación de un Estado revolucionario, sólo podemos responder desde una situación paradójica, porque consideramos que lo imposible no es la movilización permanente, ya que es la realidad de toda sociedad. Por otro lado, lo que es imposible es concebir un Estado revolucionario, porque consideramos que no existe un Estado revolucionario, si por tal entendemos la cristalización de la lucha por la libertad y la justicia; sólo existen actos revolucionarios.
28/ Entonces, ¿son ustedes fieles a las viejas luchas o rompen con ellas?
Ciertamente somos fieles a las viejas luchas, porque las decisiones políticas que no se basan en un vacío total no hacen borrón y cuenta nueva, sino todo lo contrario. Uno de los elementos que hacen posibles las decisiones políticas son las luchas pasadas. Así pues, las luchas revolucionarias del pasado no deben ser relegadas al basurero de la historia. Podemos preguntar a todos aquellos que hoy gritan «error», «decepción»: «¿a quién deberíamos haber apoyado en esta situación, a los vietnamitas o al imperialismo americano, al F.L.N. o al colonialismo francés? Si estas luchas no condujeron a un cambio radical, a la gran noche, no fue porque los camaradas lo hicieran mal, sino porque la gran noche no era más que una figura imaginaria. Sin embargo, estamos rompiendo con las prácticas heredadas de la militancia clásica, y pensamos que el resto de las viejas organizaciones no representan el tejido de transición que nos llevaría hacia la figura de lo nuevo, sino que impiden el advenimiento de nuevas figuras para el compromiso y el pensamiento radical.
29/ ¿En qué corriente os veis integrados?
Reconocemos la existencia dentro del movimiento libertario, tanto a nivel internacional como nacional, de nuevas figuras y experiencias que ofrecen esperanza. Añadiríamos que el movimiento libertario ha aportado históricamente una importante contribución política a la práctica y la teoría de la crítica militante de las formas organizativas clásicas. Por eso, y porque defendemos la práctica y el estudio de todos los teóricos revolucionarios, separándolos del movimiento ideológico que engendraron sin saberlo, situamos nuestro enfoque en el corazón mismo de este movimiento libertario.
30/ ¿Vive con sus padres?