El mundo neoliberal se acerca constantemente a los procesos reales. Así, mediante la construcción de simulacros, se desarrolla un mundo de «como si», una suerte de fina capa transparente sobre el múltiple mundo de los procesos. Esta capa transparente une lo separado, disuelve las contradicciones y aplasta los conflictos, al tiempo que nos muestra el mundo (casi) tal como es.
En la creación artística, este simulacro pone al creador –o al artista, pues es cierto que hoy en día se alzan voces para recordar que es «comunicacionalmente incorrecto» hablar de los creadores– en una situación rodeada de limitaciones. ¿Entonces los artistas tienen, ontológcamente limitaciones? Como principio de realidad, estamos obligados a aceptar estas limitaciones con alegría, porque serían la prueba de que somos, si no creadores, al menos honrados trabajadores del arte…
Tengo limitaciones, ¡por lo tanto soy un artista! Si se lo piensa, esta afirmación es una farsa… Porque si es cierto que la creación artística obedece a condicionantes, estos condicionantes no son identificables con cualquier condicionante. Sabiendo que en la base misma de toda creación hay tensiones, tropismos, determinantes que se presentan como limitaciones, es decir, que estamos obligados a hacer algo, aceptamos así las limitaciones que el sistema nos presenta e impone como si fueran las limitaciones en cuestión. Pero sería interesante ver que algunos no son iguales a otros.
Podemos entender las limitaciones propias del artista a partir de lo que escribe Nietzsche sobre el pensamiento. Según él, «pensar» no es cualquier tipo de actividad de razonamiento: pensar, en el sentido más profundo de la palabra, significa pensar lo que el momento o la situación dan a pensar. Esto significa que para el pensador, para el investigador, hay una restricción básica, una restricción que se le presenta por y para la época.
Es como si la época utilizara cabezas, agentes, para desarrollar las dimensiones del pensamiento que necesita. Así, el pensamiento de quien investiga está determinado por esta «llamada» de la época, que le muestra dónde la época «plantea un problema». El pensador, el investigador no debe seguir su capricho o su «libre albedrío», sino saber ser una placa sensible capaz de encontrar por dónde pasa esta necesidad del tiempo.
El artista, como el investigador y el filósofo, no crea en su íntimo capricho: su singularidad no está dada, ni reside en el hecho de tratarse de un ser sin limitaciones, sin determinaciones, sin apelación, una especie de pura interioridad indeterminada de la que surge la creación.
Por el contrario, el artista trabaja desplegando en y a través de su actividad lo que es capaz de comprender y captar de la época –a no ser que sea él quien se encuentre «captado» por los procesos sin sujeto de la época. Por lo tanto, el artista no puede ni siquiera decir que trabaja bajo coacción, o que encuentra coacciones como límites, en el negativo de su obra, de su «impulso creativo». Por el contrario, es la coacción que atraviesa al artista, la que le hace ser artista, la coacción por tanto como condición fundante y fundamental de toda actividad artística y de la propia existencia del artista.
Es a partir de esto que podemos entender el papel del simulacro, del «como si» impuesto por el sistema. El mundo dominado por la economía impone al artista, al igual que a la sociedad en su conjunto, nuevas limitaciones, las del utilitarismo económico, que considera que la razón económica es el motivo, la causa y el objetivo de toda actividad.
Sabemos muy bien que esta «razón» económica es muy irracional, y que, por el contrario, el punto ciego de la supuesta racionalidad utilitaria está lleno de un fuerte contenido sacrificial, o, dicho de otro modo, que en contra de lo que la creencia ideológica nos quiere hacer creer, el racionalismo económico utilitario es muy irracional, incluso muy sacrificial.
En el caso del artista, el sacrificio que el sistema le presenta como «coacción realista» requiere, como víctima propiciatoria, ni más ni menos que la propia creación artística, es decir, el abandono de la coacción artística.
En realidad, la restricción económica exige que se abandone la restricción artística. Ahora bien, si la coacción económica aparece como lo que limita, lo que desvitaliza la obra artística, lo que la ataca hasta ponerla en peligro, la coacción ontológica, la coacción artística es por el contrario -como hemos visto- lo que la hace surgir.
Pero el simulacro es duro, por lo que la restricción económica y el sufrimiento toman la forma de una especie de prueba de fuego, una pequeña prueba moderna, como en la Edad Media, la llamada prueba del fuego o del agua: si la persona no se quemaba -o si no moría ahogada- había pasado la prueba, no estaba poseída. Hoy en día, la dureza del mundo utilitario toma la forma de esta nueva prueba: si el artista supera todas las pruebas impuestas por el mundo económico, tiene derecho a «crear». Sólo que, al no ser las limitaciones en cuestión de la misma naturaleza que las que sustentan la actividad artística, cada vez son más los productos de comunicación o diversión los que pasan la prueba y ocupan el lugar de las obras artísticas, y cada vez son más los propios artistas quienes tienden a juzgarse a sí mismos sobre la base de esta «falsa» limitación. Así, cuando un «producto» artístico «funciona», el artista tendrá la tentación de reproducirlo ad infinitum, es decir, de reproducir lo que el público espera de él, porque habrá superado «con nota» la prueba de la restricción… Salvo que se habrá equivocado de restricción.