A Pesar
de Todo

En las postrimerías del contrapoder

Nos sentimos aplastadas por la permanente expansión de la maquinaria del despojo. Nuestros ríos están siendo contaminados y algunos se están secando por la sobre utilización de agua para los monocultivos o por la desviación de su cauce para abastecer represas. Nuestras tierras están siendo despojadas para entregarlas a los pools de siembra del agronegocio, para expandir la ganadería y para realizar enormes obras de infraestructura que sólo benefician a las empresas que las construyen. Nuestros barrios están siendo descuartizados por la especulación inmobiliaria, mientras nos expulsan lejos de los centros urbanos en espacios que no conocemos y donde no podemos reconstruir nuestras estrategias de sobrevivencia.

Nuestros cuerpos, los cuerpos de nuestras hijas e hijos, están siendo aniquilados por violaciones y desapariciones, por crímenes que cometen a diario las policías y las bandas narcotraficantes protegidas por esas mismas policías y las dependencias del poder judicial. En las periferias de las ciudades, donde nos condenó a vivir el capital especulativo, se está produciendo un genocidio de nuestros jóvenes, el asesinato premeditado y organizado de personas negras y mulatas, indias y mestizas, genocidio contra pobres de la ciudad y del campo, contra las gentes del “color de la tierra”.

En nuestros cuerpos experimentamos la acumulación del capital y la destrucción de la madre tierra para sacarle el agua, los minerales y todos aquellos bienes comunes que convierten en mercancía e insumo para el ejercicio del poder como dominación…

Somos un grupo de personas de diferentes nacionalidades y experiencias; educadorxs, artistas, científicxs, abogadxs, investigadorxs, feministas, militantes de la antipsiquiatría, el ambientalismo, la contracultura… Desde esas experiencias, ligadas a diversos modos de compromiso social, nos hemos encontrado buscando analizar cuáles serían, hoy en día, las posibles pistas para comprender y actuar en la complejidad de nuestras diversas situaciones. Es decir, cómo comenzar a salir de la impotencia frente a los graves problemas y desafíos que se nos presentan a una velocidad inusitada.

Les pedimos y proponemos a ustedes que lean este documento y que, una vez que hayamos expuesto esta serie de puntos-pistas, participen en un encuentro (virtual + los presenciales posibles), para compartirnos sus críticas, resonancias y proposiciones. El paso siguiente sería la redacción de un documento más rico, el cual deseamos publicar en algunos idiomas, en principio: español, italiano, francés, portugués, alemán y mapudungún (mapuche), para pasar luego a una etapa de encuentros y difusión de esta suerte de esbozo para, como decíamos, actuar en la complejidad.

Vivimos el tiempo de la post-democracia, el período en el cual los centros de poder se han desplazado de las instituciones representativas-democráticas hacia los lugares de poder fáctico financiero-tecnológico-militar, superpuestos con los fascismos de la hora y distintas formas de refeudalización de la producción y los vínculos. Este panorama establece un mundo aparentemente sin límites, sin estructura, donde toda autoridad con viso de legitimidad es reemplazada por la fuerza de algún poder, y es allí donde la idea según la cual «todo es posible» nos promete desde la tecno-ciencia un mundo (un cuerpo, una vida, un imaginario) «sin límites». Atravesamos una crisis de sentido y de identidad de carácter inédito. Ante la pretensión tecno-científica-económica, de que «todo es posible», las mayorías experimentan impotencia a la hora de producir transformaciones, de actuar y vincularse de otro modo, incluso apenas de defenderse. Por eso, creemos que es urgente repensar la cuestión de las prácticas de resistencia, contrapoder e invención de otros modos de percibir y vivir.

Con el cese al fuego, luego del período de las experiencias políticas y guerrillas revolucionarias en América Latina en los años ’70, asistimos a la aparición de lo que algunos y algunas hemos llamado contrapoder, que ya existía como una tendencia minoritaria en ciertos grupos políticos de base. Y esas apuestas de contrapoder se multiplicaron en el mundo, sean las ocupaciones de tierras o la creación de comunidades autónomas, tanto en pequeña como en gran escala (pensemos, por ejemplo, en el zapatismo en Chiapas), pasando por el desarrollo en Europa de proyectos inspirados en esos movimientos, como las ocupaciones de los centros sociales y las ZAD (territorios y espacios en litigio a defender contra su explotación utilitarista) o las luchas de migrantes. En resumen: las prácticas de contrapoder han ocupado el centro de la escena contestataria de los últimos treinta años.

Hoy día, en todos los rincones del continente se está defendiendo la vida, se cuidan ríos, bosques, humedales, lagunas y montañas, porque sin ellas la vida, nuestra vida, se termina. Donde ellos destruyen y contaminan, nuestras referencias (comunidades, personas, experiencias) cuidan y reconstruyen; donde los Estados lanzan sus machos armados en defensa de las multinacionales (el poeta y referente del Frente de Liberación Homosexual, Néstor Perlongher, cuando Malvinas, llamaba a la guerra “supremo deporte de nuestras sociedades masculinas”), los pueblos se defienden, unas veces poniendo sus cuerpos como escudos comunitarios, otras mediante el éxodo. Allí donde llega la destrucción disfrazada de progreso, encuentra siempre resistencias. En muchos casos, resistir es profundizar la vida, enraizarla más y más, crear, construir, levantar… iniciativas colectivas para seguir siendo pueblos y redes afectivas e inventivas que no se identifican con la cultura del consumo y la acumulación, que ponderan vitalidades ancestrales y novedosas, tradicionales y también híbridas, que apuestan a la donación de sentido contra la lógica del rendimiento. Resistir es cultivar la tierra o simplemente dejarla descansar. Resistir es multiplicar los rituales que fortalecen los vínculos entre personas y con la madre tierra. Resistir es danzar nuestras danzas (xondaro, canomblé…), cantar nuestros cánticos y rezar nuestras alabanzas a la vida. Resistir no es un medio para conseguir un fin, sino el modo de vivir que aprendimos de nuestros antepasados, con los que mantenemos un diálogo del que aprendemos los modos de seguir siendo.

Sin embargo, a pesar de la conquista de nuevos modos de solidaridad, el mejoramiento de la vida de miles de personas, el sostenimiento milenario de formas de vida y prácticas que recrean la vida; en otro nivel ninguna de estas experiencias parece hoy en condiciones de crear verdaderas ‘máquinas de guerra’ (al decir de un filósofo), ensambles y alianzas transversales con capacidad para oponerse a la destrucción de la vida que pusieron en marcha el neoliberalismo, la refeudalizacion, la tecnocracia y la delegación de funciones humano-sociales en la maquinaria algorítmica y tecnocientífica. No hay una sola situación en la cual no se manifieste esta suerte de topadora destructiva de la vida, y en la que una real oposición y contra-ofensiva logre cambiar la relación de fuerza; incluso ahí donde las resistencias son encarnizadas, como en las luchas del pueblo Mapuche para preservar sus territorios, aun llevando siglos en su haber, la derrota y la represión están a la orden del día, y no parecen retroceder.

Las diversas experiencias de contrapoder han devenido en el desarrollo de lo que podríamos llamar «clínica social», que permiten claramente una mejora en la situación de vida de las poblaciones y cumplen un trabajo muy importante, aun cuando no logren ni, de hecho, se propongan «cambiar el mundo». Hoy, las diferentes y potentes prácticas de esto que llamamos «clínica social» parecen impotentes para producir relaciones de fuerza capaces de cuestionar la hegemonía tecno-científico-económica. O, al menos, creemos pertinente la pregunta por la eficacia de los “logros” localizados cuando pensamos a nivel de la topadora.

Por un lado, sentimos que tenemos donde pisar, de dónde agarrarnos, sobre todo si vivimos o interactuamos con las miles de experiencias de autonomía, comunidades indígenas, redes solidarias, zonas de experimentación; pero, al mismo tiempo, nos preguntamos cómo establecer una relación de fuerza que se traduzca en una tendencia a frenar la destrucción a otro nivel, ahí donde no nos alcanza cada experiencia en su singularidad. Algunos de nosotros creemos útil influenciar los lugares de la representación y de la gestión, molestar al poder en su propio teatro. Otras y otros acentuamos la necesidad de sostener la vida o reformularla con nuevas prácticas siempre a distancia de las maquinarias estatales y las formas clásicas de su órbita (partido, sindicato, etc.). En Babilonia, en las metrópolis que hoy ocupan más de un 80% del planeta, cada vez que se desarrollan experiencias que desarrollan la potencia, tarde o temprano son atacadas para su desactivación o capturadas por el dispositivo de la relación de fuerza institucional y mercantil, que elimina todo lo que no encaja en la lógica de la representación y del mal menor. Se trata, entonces, en Babilonia, de la vacancia de un verdadero imaginario subversivo.

Porque ahí todo transcurre como si el compromiso estuviera entrampado en dos alternativas infranqueables: la clínica social o la representación política, con su caduco proyecto vertical de la toma del poder para después –siempre después– cambiar las cosas (un después que, como Godot, el personaje de Beckett, no llega jamás). Lo que termina siendo común a esas dos tendencias es un modo de “realismo político” que anestesia toda forma de dinamismo y postula la aceptación de «lo posible» en el actual escenario. Con la pretensión de ser una concepción adecuada y la única capaz de lidiar con la complejidad de la realidad que nos toca, criticando como utópico e idealista a cualquier otro discurso, el realismo esconde su naturaleza ideológica radical. Porque es en la aceptación de lo posible definido siempre de antemano por los proyectos de poder, y en la defensa de lo dado, que hallamos la más grande y triste radicalidad de nuestro tiempo (Pennisi y Schavelzon, 2021).

Uno los síntomas de la imposibilidad de establecer una relación de fuerza distinta, se verifica en la oleada de ascenso al poder de gobiernos «progresistas» en América Latina entre fines de los 90 y comienzos de los 2000. Porque, más allá de logros y reparaciones, no solo esos gobiernos han mostrado su impotencia, sino que han disciplinado a sus bases (para luego perderlas), apelando ¡justamente! al realismo. De este modo, los movimientos que aportaron a la victoria a esos gobiernos, a menudo han sido traicionados. Aunque, ante semejante situación estructural y de crónicas anunciadas, ¿se puede hablar de traición?

El frenético extractivismo de litio en Bolivia y el norte argentino, la represión a los pueblos indígenas y experiencias antimineras en Ecuador, la implantación irracional de cultivos de soja en Argentina, las megaobras y los megaeventos en Brasil, los escándalos de corrupción que horadan la legitimidad política, la persecución y represión de la disidencia política de derecha a izquierda fuera y dentro de las propias militancias y de las instituciones, son apenas algunos de los elementos que han generado el desánimo popular y múltiples formas de protesta más allá del signo político de gobierno. Los logros de esos gobiernos han sido la afirmación y ampliación de derechos sociales, algunas de sus políticas de derechos humanos y un cierto nivel de redistribución del ingreso circunscripto a períodos determinados, sin cuestionar la estructura productiva-socioeconómica.

Algunos intelectuales e investigadores científicos sostienen que hemos entrado en una nueva era: el Antropoceno. Una nueva era en la que las actividades de la especie humana empezaron a provocar cambios biológicos y geofísicos a escala mundial, que alteraron el relativo equilibrio que mantenía el sistema terrestre desde comienzos de la época Holoceno, esto es, 11.700 años atrás. Algunos de estos cambios son irreversibles. Nuestra especie ha llegado a constituirse como la fuerza más importante del planeta. El cambio climático y la extinción de una enorme cantidad de especies se deben a la actividad humana y a la huella ecológica de la especie humana. “La época de los seres humanos” pareciera designar el quiebre de una era geológica a la vez que, como concepto, escapa de los dominios científicos y espacios académicos y es apropiado también como un concepto-diagnóstico. Queda claro que los cambios operados por la actividad humana son identificables, claramente, con la actividad tecnológica productivista y economicista occidental. Si bien los efectos del Antropoceno son «democráticamente distribuidos para todo el mundo», los causantes y beneficiarios de este Capitaloceno no son «todo el mundo». Los humanos nos encontramos enfrentados a lo que de nuestra producción se ha autonomizado y no podemos ya controlar, «nadie es amo en su casa…»

Consideramos fundamental explorar las consecuencias del Antropoceno. Ya no como especulación en torno al dominio fallido del ser humano sobre el resto del planeta, sino como investigación práctica a partir de su derrumbe. No se trata, sin embargo, de una etnología de las ruinas, sino de nuevas formas de compromiso político y vital que asuman plenamente eso que algunos movimientos e investigadores llaman “colapso” (dado el carácter irreversible), sin la necesidad de caer en una escatología. Por varias de estas razones, es que veinte años después de la redacción del manifiesto de la Red de Resistencia Alternativa, tras y desde las experiencias de contrapoder, creemos que es necesario relanzar una reflexión sobre las formas de resistencia, cuestionamiento y creación elaborando nuevas herramientas conceptuales y nuevas prácticas que estén a la altura de los desafíos de un tiempo de la complejidad. No llamamos a una nueva “Internacional”, ni a formas homogéneas de “unidad”, sino a una disposición generalizada al encuentro, a la transversalidad, a la construcción y fortalecimiento de tramas colaborativas para darnos los cuidados necesarios, para dar pelea, para informarnos, para seguir siendo, tanto sosteniendo lo que sobrevive ancestralmente a la destrucción como reinventando formas de hacer y habitar Babilonia.

La irrupción de la complejidad marca el derrumbe catastrófico de lo que Rodolfo Kusch llamaba «el mundo del ser», entendiendo por este «ser» al occidente colonialista que se impone como lo que debe ser, mientras que todas las otras formas de habitar el mundo pasarían a una oscura zona del no ser. Lo único que podrían desear los ‘tristes habitantes’ de estas regiones es «comenzar a ser», o como emerge de la famosa controversia de Valladolid, «completar nuestra humanidad». Es la historia y el presente del colonialismo.

La complejidad no es un «método de análisis», es el nombre de la irrupción de la imposibilidad –material y objetiva– de continuar este modo occidental y capitalista de habitar el mundo, la complejidad es este encuentro con lo no dominable de la realidad, el hecho de que no somos, como lo quería el colonialismo occidental, los sujetos de la historia opuestos a la naturaleza de la que debíamos ser amos y dueños. La complejidad no tolera el modo de análisis lineal causa-efecto. A una pequeña causa pueden corresponderle grandes y variados efectos, y lo contrario también es cierto, pero sobre todo tratar de entender los procesos complejos en términos de causa-afecto o de esquemas binarios es imposible. La complejidad es un encuentro, justamente, con la insuficiencia de todo modo de pensamiento o acción lineal. Por un lado, un sistema complejo, no es totalmente representable; por otro, incluye una cierta oscuridad para los agentes que lo habitan o forman parte de él. Es por esto que todo actuar dentro de la complejidad comporta una dimensión de apuesta.

La emergencia del mundo complejo da testimonio de un modo de actuar y de producir, esto es, de habitar el mundo, que muestra su límite al provocar más destrucción que creación. Esta destrucción que se manifiesta como un horizonte cargado de amenazas hace aparecer distintos quiebres y catástrofes. Pero no se trata solamente de colapsos objetivos que pueden ser medidos en niveles de destrucción, contaminación, extinción, sino del colapso de formas de ser, funcionar y habitar el mundo.

A la vez que la crisis ecológica es innegable, las desigualdades de género, clase, procedencia, edad, geolocalización se han profundizado.

Un elemento central de la complejidad está marcado por la imposibilidad de mantener el dispositivo moderno, el mundo del Ser, que presenta al humano como sujeto opuesto al mundo del objeto. Emerge, entonces, una cuestión decisiva: cómo actuar no ya en términos de sujeto, sino de un vector más dentro del dispositivo situacional. Es decir, cómo podemos pensar y comprender el actuar dentro de la complejidad: cómo comprender el actuar en el mundo del estar siendo (antes que del Ser). Si el humano deja de ser el «sujeto central», deberá pensar y aprender a cohabitar con otros sujetos o agentes. Es en ese sentido que se habla cada vez más de «nuevos sujetos de derecho» (mundo animal, ecosistemas). Más allá de lo jurídico, es un verdadero desafío el que nos invita a respetar, no por bondad, sino por necesidad a los otros «vectores» que conforman los ecosistemas de los cuales formamos parte.

Oponemos a este mundo colonial del ser, los mundos, en plural, del estar siendo, es decir mundos donde si bien los cambios y evoluciones son posibles, no lo son a partir de una comparación con un «mundo-patrón» que nos dice cómo debemos ser. Un «actuar en el mundo del estar siendo» es lo que algunos de nosotros definíamos hace ya más de veinte años como «un actuar situacional». La hipótesis y apuesta consiste en que un «actuar en situación» se ordena a través de este enfrentamiento central de nuestra época (que se manifiesta bajo modos y formas muy diversas en cada situación). Nos referimos a la oposición entre un devenir orgánico (con su autorregulación, su singularidad, sus límites inmanentes, su punto de irreductibilidad) y el constructivismo que considera que todo lo existente puede ser desterritorializado en permanencia, tratado según una lógica agregativa (partes extra partes), desagregado para ser recombinado según el régimen del rendimiento. Esta es la contradicción que opone un puro funcionar al existir que defendemos como posibilidad (al mismo tiempo, lo que podemos y los nuevos posibles).

Entre los muchos modos de manifestación de esta oposición, la concepción del tiempo es un ejemplo claro, no hay «aceleración del tiempo» para la vida, para la cultura, para los diferentes ciclos que estructuran y protegen la organicidad de la vida y de la cultura. En consecuencia, no es el tiempo que se acelera, sino más bien nuestras dimensiones de existencia que se reducen. Que podamos darle tiempo al tiempo implica confrontar con la colonización del conjunto de la vida por el tiempo lineal de la máquina algorítmica, el tiempo dispersivo y utilitario neoliberal.

 

Complejidad y compromiso

Presentamos, entonces, la complejidad como un hecho objetivo, ontológico y no solamente epistemológico, esto quiere decir que el cambio toca a todas las dimensiones de nuestros modos de ser en el mundo, y las maneras de producción de estos mundos. La ruptura, el cambio que estamos viendo, no es entonces un cambio que exigiría nuevos métodos de análisis: es un cambio en la materialidad misma del mundo. El modo de producción y de habitar el mundo nacido en occidente, e impuesto a las otras culturas, encuentra su punto de catástrofe. Mientras que el modo de compromiso social artístico y político de los años setenta, se fundaba sobre la certeza de una promesa, aquella de que la historia nos «debía» la emancipación total; en la época de la complejidad no es posible perseverar en este modo de actuar que en su visión vertical ascendente identificaba la emancipación con la toma de un poder central. Una visión, finalmente, cara al mundo del Ser. Pero el compromiso para el actuar no ha desfallecido, y muta en varias direcciones, incluso en una desesperanza cuasi-militante. Hoy el compromiso sólo puede componerse a pesar de una certeza nada alentadora: la aceleración de la transformación material del mundo en los últimos 50 años, violenta de manera irreversible lo vivo en todas sus dimensiones.

Mientras tanto, ante el realismo capitalista se ofrece como alternativa un realismo político progresista (posibilista), a estas alturas, poco creíble e incluso poco práctico, que confunde “pragmatismo” con dogmatismo del poder. Entendemos que, si no se cuestiona una cosmovisión de la dominación, economicista, patriarcal, de la irresponsabilidad ecológica, es decir, si no se cuestiona esa matriz como una realidad instalada, todo supuesto pragmatismo desde lugares de poder institucional o económico no hace más que garantizar su reproducción (de la cosmovisión y de los lugares de poder como tales).

 

Actuar

¿Qué significa actuar en nuestras condiciones? ¿Qué es un actuar en la complejidad? Un actuar en la complejidad, abandonando la idea del «iluminismo», es decir, la apuesta occidental del triunfo final de una razón totalizante, solo puede estructurarse desde un alto grado de tolerancia con el “no saber”, que no es lo mismo que la pereza o la ignorancia desgraciada. En un actuar situacional, un actuar dentro del mundo del «estar siendo», no existe un «proyecto-programa-plan mundo». La multiplicidad y el carácter conflictual son irreversibles y ninguna promesa «pastoril» nos permite el sueño, ¿o pesadilla?, de un mundo de armonía total.

En principio, consideramos que en un contexto en el que el capitalismo no sobrevive sin destruir, lo posible hoy pasa por el sostenimiento de lo vivo en términos cualitativos, es decir, lo vivo como intensidad, como red orgánica que produce sentido en oposición al conjunto sistémico de exigencias de funcionalidad, linealidad y rendimiento. Al plantear el concepto de vida no lo hacemos en un sentido reduccionista biologicista, ni de un misticismo vitalista, sino en el sentido de una organicidad: debemos tener en cuenta que inclusive dentro de la biología el punto de vista orgánico se opone hoy fuertemente a las tendencias agregativas que consideran lo vivo, lo social, lo cultural, como dimensiones pasibles de construcción-deconstrucción y explotables desde un punto de vista técnico y económico. Al fin de cuentas –o en el comienzo de todo– lo orgánico y, en particular el humano, pasó a ser apenas un «recurso utilizable».

Una relación orgánica es aquella donde cada parte es para y por la otra, es decir donde hay un todo que se manifiesta en cada una de las partes. Podemos decir que desde el punto de vista orgánico el «todo» precede a las partes sin por ello saturarlas. Entonces, una acción que no logre de manera situada asumir el desafío que nos plantea este contexto, gira en vacío o se regodea en categorías propias de otro tiempo y otro diagnóstico. Lo posible, entonces, pasa por defender de manera situada –y a veces sobriamente– lo vivo en todas sus dimensiones, apostando a generar condiciones, antes que para “hombres nuevos” o siquiera “deconstruidos”, para nuevos posibles.

El actuar situacional no parte de «ideas», sino de realidades, de asimetrías concretas en y para cada situación, aceptando la imposibilidad de controlar el resultado final de cada acción. No hay control porque toda previsión encuentra límites, porque si para el mundo del Ser es racional lo analíticamente previsible, en las dimensiones concretas de la situación debemos aceptar el alto grado de azar que ellas comportan. Además, no poder prever no implica la parálisis, sino que estructura nuestra acción sin ninguna promesa futura. Es en la inmanencia de la situación que constatamos la diferencia entre la destrucción y la construcción, entre opresión y solidaridad, entre el resentimiento y la creatividad, etcétera.

A la vez, los humanos sumergidos en la complejidad, no podemos pensarnos como otrora dentro de un esquema antropocéntrico. Sin negar ni reducir la singularidad humana, el humano debe aprender (reaprender) a pensarse, a percibirse como un vector más dentro de la situación, con los otros vectores que serán animales, ecosistemas, en fin, los diferentes ciclos que fundan incluso la posibilidad de lo humano.

 

No actuar

Puede resultar paradojal que al tratar de pensar «cómo actuar en la complejidad» comencemos por el no actuar, ya que en Occidente se identifica el actuar con la figura del sujeto moderno, que es motor autónomo, frente a un mundo objeto e inundado de objetos. A esta figura, conquistadora y viril, “la Historia” le habría dado el rol de completar el mundo, terminar la obra de la creación, venciendo y dominando a la naturaleza, el ecosistema y, sobre todo, dominando su propia naturaleza. Ser racional, solo racional, sin deseos, tropismos ni pasiones, tal sería en cierto modo el perfil del «hombre que actúa» para el mundo del Ser o, como escribía Kusch, ese que desea ser alguien, porque en el mundo del Ser todo es proyecto, todo es futuro, el presente es solo falta, privación, o, en el mejor de los casos, un camino hacia el futuro. Dentro de este dispositivo se entiende el «actuar» del sujeto moderno.

Sabemos que hay pueblos, colectivos y comunidades que siguen viviendo o han vuelto a vivir fuera de esta construcción binaria moderna del mundo; por ejemplo, algunas de las llamadas comunidades tradicionales y de ciertos pueblos indígenas, para quienes el pensamiento y la acción humana nunca han dejado de ser una dimensión del ecosistema y de la agencia de la multiplicidad de entidades que lo componen. Son prueba y referencia de lo que intentamos plantearnos, a la vez que resultan ajenos a las condiciones de la actual Babilonia.

No actuar significa estar sensibles y mantener una especial atención a las tendencias que resultan del conjunto de la situación de la que formamos parte. Esto implica un desafío mayor para quienes somos producto de la modernidad. Aprender a ser, a articularnos, a componernos con los otros vectores del sistema. Esta búsqueda nos exige, a los sujetos modernos que somos o incuso a los restos de modernidad que sobreviven en nuestros cuerpos perplejos, asumir una nueva relación con el pensamiento articulado. Una relación en la cual nos aceptemos como la interface entre lo vivo y el pensamiento, y no como los sujetos de este pensamiento (y, con ello, de la Historia). Es por eso que si el «actuar» propio de la modernidad es el que sigue el esquema de la separación sujeto-objeto, el no actuar sería, justamente, no actuar como si fuéramos los sujetos. Este «no actuar» es, paradojalmente, la condición del acto.

 

La tecnología

La relación entre tecno-ciencia y conocimiento en las sociedades actuales, altamente tecnologizadas, constituye paradojalmente un alto grado de ignorancia de lso procesos materiales y las formas de funcionar. Tal vez nunca las sociedades utilizaron técnicas que les resultaron tan incomprensibles y, por lo tanto, tan poco dominables. En toda sociedad el conocimiento tiene que ver con la capacidad de actuar, pero la actual relación con la tecnología es de una enorme exterioridad, lo que nos aleja de la potencia de actuar.

Todo avance científico-técnico ha tenido que ver con una etapa de desarrollo socio-económico de la sociedad, y la tecno-ciencia contemporánea no nace en cualquier lugar del mundo, ni en un momento casual. Emerge con Galileo y desde sus albores es inseparable del concepto del universal. Galileo dirá que el universo está escrito en lenguaje matemático y que los hombres pueden conocer este lenguaje y entonces dominar la realidad. Durante varios siglos, los que corresponden al Renacimiento y al llamado Iluminismo, las fórmulas y teoremas matemáticos fueron considerados más reales que la realidad propiamente dicha. Así, si constatábamos un desfasaje entre fórmula y realidad, era porque aún no conocíamos «la» fórmula de la realidad. De esta manera, las verdades científicas debían ser verdades desterritorializadas: una verdad para todo tiempo y lugar, mientras que solamente otra hipótesis científica podía desplazarla o invalidarla. A partir de 1900 este sueño de un saber «total y universal» encuentra su límite. Nada es absoluto o universalizable en sí, más allá de contextos y situaciones. Esto no cuestiona la verdad científica, pero nos permite verla como una parte de una dimensión concreta y propia, en buena medida, efectivamente desterritorializada, la cual debemos tener en cuenta como una dimensión más, dentro de los contextos y situaciones. De un modo más amplio, el sueño occidental de una racionalidad total y absoluta, que no fue otra cosa que un uso irracional de la Razón, debe dejar su lugar a una cohabitación de la dimensión racional con las otras dimensiones de la existencia: lo imaginario, lo afectivo, lo intuitivo, lo estético.

Pero la sociedad que produjo la ciencia moderna se auto-declaró «universal». Es la sociedad que nombramos como «la sociedad del Ser». Norma con respecto a la cual cada sociedad debía ser evaluada. La ciencia nacida en occidente se opuso, durante varios siglos, a todos los saberes existentes. Así, por ejemplo, la química debía declarar abolida la alquimia, de la misma forma que en nombre de la ciencia matematizada –Galileo afirmaba que hay ciencia solamente de lo medible– se opuso, y fue utilizada como un elemento colonizador para sentenciar no-válidos a todos los saberes autóctonos, saberes populares, las cosmogonías y saberes que no se adaptaban a la exigencia del cálculo. Claro que facilitar la reemergencia de los saberes no asimilables al mandato del cálculo científico no debe llevarnos necesariamente a oponernos a la ciencia clásica. Se trata, simplemente, de aprender a pensar y actuar dentro de la multiplicidad donde cohabitan el saber científico calculable con otros tipos de saberes.

Kusch explicaba que, si bien todas las civilizaciones y culturas poseyeron técnicas, la cultura occidental es la primera que resultó poseída por la tecnología. Así, en el mundo del Ser, en las ciudades, hay objetos. Esta afirmación, quizás extraña, significa que en el mundo del ser los humanos-sujetos separados de los objetos tienen una relación utilitarista con el mundo, pero también consigo mismos. Un proceso de alienación. En la ciudad, en ese mundo del Ser, los humanos se encuentran aplastados por los objetos. Por oposición, en el mundo del estar siendo existe una continuidad entre la persona y el instrumento que utiliza. Instrumento técnico o musical, por ejemplo. No se puede separar al coya o al aymará que toca la flauta del instrumento mismo, que es una continuación de su ser. Occidenté fundó la separación entre sujeto y objeto, la abstracción que cuantifica, el reemplazo de las experiencias vividas (territorializadas) por “saberes objetivos”. Si la tecnología actual supone, estructuralmente, una ruptura con toda territorialización, en su “exportación” a otros lugares del mundo, esta ruptura, esta discontinuidad, es doble para los pueblos y culturas no occidentales. Basta pensar simplemente que, por ejemplo, un minuto no dura el mismo tiempo en el altiplano que en el llano, siempre que hablemos de los seres y medios vivos. En cambio, para las máquinas un minuto debe tener siempre, más allá del lugar, la misma duración. Este razonamiento hay que extenderlo a los ciclos biológicos y ecológicos que son modelizados según el tiempo lineal y uniforme de la máquina. El «mundo del Ser» ha desarrollado e impuesto colonialmente esta abstracción donde las dimensiones desterritorilizadas deben imponerse a los mundos y situaciones concretas.

Más aún, si se ha construido este nuevo mundo, abstracto, mundializado y desterritorializado, en el siglo XX se ha dado un paso más: el mapa, la representación, lo abstracto, ha sustituido al territorio. Basta ver como la macroeconomía es presentada como una suerte de «nueva naturaleza» incuestionable, haciendo que la abstracción económica sea siempre más real que la vida de las personas y de los ecosistemas, un realismo neoliberal nos ha enseñado que todo proyecto, todo deseo, debe partir de tener en cuenta la «realidad» económica. Y hoy día, no hay fuerza política que cuestione la matriz economicista.

La colonialidad más potente y brutal hoy pasa por la tecno-ciencia, seguramente asociada de manera interseccional con otros lastres coloniales, de clase, raza y género. El neoliberalismo ha logrado que este tipo de colonialidad quede tan solapada, y sea menos evidente, al menos por dos motivos: por un lado, no es tan fácil identificar el “territorio” invadido y sus consecuencias (que afectan, entre otras cosas, a la capacidad de identificar o percibir); por otro, la técnica presenta una cara útil y hasta lúdica que dista mucho de los brutales modos coloniales de la modernidad. Proclamando que ‘todo es información’, las nuevas tecnologías numéricas ignoran, y lo que es peor, arrasan con las propias singularidades de lo vivo y la cultura. Lo material, así como los cuerpos, no serían otra cosa que una sumatoria de informaciones pasibles de modelizar y recombinar dentro de una lógica aumentativa. En el mundo algorítmico, decíamos, el mapa reemplaza el territorio.

 

El arte

Experiencias concretas de los últimos años nos indican que, en los diferentes campos de la producción artística, estética, sensible, resulta posible identificar dónde las nuevas tecnologías no colonizan ni formatean la vitalidad, sino que, por el contrario, se verifica que las prácticas artísticas gobiernan (o cogobiernan) la tecnología. Se trata de la búsqueda de formas de hibridación “orgánica”, posible, entre las nuevas tecnologías y lo vivo, la cultura como mixto en el que predomina lo vivo. Por supuesto que, si bien el arte posee una carga subversiva y emancipadora muy potente, también se puede constatar que el arte oficial se ha transformado, desde hace mucho tiempo, en una mercancía totalmente ganado y útil al mundo de las finanzas.

Las prácticas artísticas mantienen una relación con los límites orgánicos que les permiten actuar en la hibridez. La constricción ontológica es habilitante para el arte, mientras que los límites exteriores, ya vengan de la macroeconomía o de las imposiciones tecno-científicas, tienden a formatear y modelizar, desde el supuesto de que todo lo que aparece como posible debe llevarse adelante, una suerte de “vale todo” paradójicamente impuesto. De ahí las fantasías sobre la humanidad aumentada o incluso inmortal. Es la pretensión de un mundo sin límites en el que todos sus componentes sean potencialmente modulables. En el marco general de la época, el neoliberalismo crea un mundo sin regulación económica ni orgánica, un total reino de la inmediatez, la omnipotencia de la información que satura toda percepción, la aparición de una nueva promesa mesiánica de la tecnología.

Afirmamos que el límite es la condición del sentido. Lo atacado hoy es la singularidad, y los vínculos sutiles es todo lo que el arte puede recuperar en favor de una hibridación descolonizada. Por ejemplo, el escenario del teatro sigue siendo un lugar donde no se puede engañar a lo real, un lugar donde no todo es posible para los cuerpos. Y más generalmente, la necesidad vital está en el origen de la práctica artística, con el cuerpo en el centro de la experiencia.

Sin límite inmanente, sin constricción histórica, biológica, social, no hay imaginación. Curiosamente, cuando se sostiene o se actúa en base al presupuesto de que “todo es posible” se aplasta la imaginación, ya que hay imaginación en tanto no todo es imaginable. La imaginación es un esfuerzo sensible y un forzamiento epocal y existencial a pensar desde y más allá de lo dado, explorar nuevos posibles. En cambio, la prerrogativa técnica y política que tacha límites y constricciones y declara que “todo es posible”, incurre en una astuta forma de posibilismo: ya que, en este caso, lo dado es la embestida tecno-científica, macroeconómica, tecnológica, como pulsión organizada –pero sin titiriteros–, de modelización y rediseño de lo vivo.

El arte aparece como espacio vital que habilita la invención y el sentido sobre un fondo que no nos permite olvidar cuán inútil es la vida. Inútil como son el arte, la amistad, el amor… Los supernumerarios del arte son el recordatorio diario e insoportable para el poder del «no sentido», una crítica de la vida como pura fuente de rendimiento y utilidad. Resistir es crear y desarrollar contrapoderes y contraculturas, formas de defensa de la vida a la altura de los problemas de una época. La creación artística no es un lujo humano, es una necesidad vital.

 

El cuerpo

La lucha no binaria entre una perspectiva ecologista y feminista del mundo y una perspectiva determinada por el patriarcado capitalista es cada vez más evidente. Sin perjuicio de la complejidad y de las situaciones y creaciones híbridas, esta lucha se juega especialmente en ámbitos siempre territorializados, como los de los alimentos y los cuerpos. Y se trata, como decíamos, de una lucha y un desafío interseccional.

Desde los orígenes del capitalismo hasta la actualidad resulta imposible vincular cualquier forma de emancipación o de transformación de las desigualdades desde la lógica del capital, porque su reproducción como sistema parte de la construcción de un “entramado de desigualdades” que pesa sobre los cuerpos oprimidos y su capacidad de replicar globalmente la explotación. No se trata, por lo tanto, de oponer a la globalización –a la totalización capitalista– otra totalización emancipadora, porque toda totalización que niegue las diferencias situacionales, territoriales, queda inmediatamente capturada por el mismo capitalismo.

No podemos oponernos frontalmente a la destrucción capitalista porque toda estrategia especular implica desde el vamos el fracaso vía la reproducción de los modos del enemigo. Los discursos de liberación, de emancipación, de «reencantamiento del mundo», hoy por hoy han sido cooptados por el mercado y la ideología neoliberal, que reivindican –en nombre de cierto desarrollo y progresismo– el todo-es-posible tecnicista y economicista. ¿Acaso la radicalidad antiliberal puede fundar y asumir un proyecto de resistencia que reivindique, inversamente, la existencia de invariantes, y de límites?

La diferencia sexual (masculino–femenino) o la sexualidad como dispositivo ordenador, entre otros vectores, comprendida como desigualdad jerárquica y jerarquizante, sostuvo las desigualdades estructurales. El paradigma occidental moderno que sostuvo el mito del progreso a través del racismo, el sexismo y el mercantilismo, ha comenzado a resquebrajarse y queda cada vez más expuesta la fisura gracias a los movimientos sociales que transforman las relaciones de producción y consumo, y crean experiencias localizadas resistentes a los disciplinamientos de los cuerpos, y resilientes ante los saqueos y aplastamientos de los bienes comunes.

Somos seres finitos y vulnerables existiendo en un planeta con límites físicos. Los cuerpos son frágiles y, porque frágiles, potentes. Los cuerpos entrañan una clave para la comprensión de los ciclos, los ritmos y los ritos, habilitan a partir de sus límites las posibilidades de relacionamiento orgánico y la exploración de posibles. Por eso el cuerpo es también espacio de trinchera de la experiencia sensible no cuantificable, irreductible a la mercantilización biológica sintética, a la fragmentación y recombinación infinita. Como lugar de procesos cíclicos y vitales el cuerpo es también la clave para pensar la hibridación por fuera de la hegemonía tecno-científica. Está claro que no oponemos a estas formas de colonización la idea platónica de cuerpos, plantas o una naturaleza pura, propias de todo tipo de integrismo religioso o fascista autoritario.  Al contrario, pensamos que es necesario estructurar modos de hibridación orgánicos que no aplasten la singularidad de la vida y la cultura.

 

Desterritorialización y modelización

La desterritorialización de lo orgánico/vivo impuesto crecientemente por el neoliberalismo tiene una herramienta no inocente, que es la digitalización de los más diversos procesos, que resultan modelizados. Lo vivo es modelizado como si se tratara de una materia descomponible y vuelta a componer en mil y una recombinaciones. La racionalidad algorítmica dominante instala una instantaneidad que nada tiene que ver con el “uso” de lo digital como si se tratara apenas de una herramienta, sino que desterritorializa la experiencia del tiempo (la disloca de los cuerpos y de lo vivo mismo), y aplasta o pretende gobernar los ciclos y los ritmos. La relación permanente entre los dispositivos numéricos tiende, así, a ‘maquinizar’ al humano, invitado a estructurar su relación con el medio no como un organismo que actúa, sino como una máquina que funciona.

Llamamos la atención especialmente sobre la “tiranía del algoritmo”, una suerte de tiranía sin tiranos, pero con beneficiarios. Se trata de una forma de gobierno de los cuerpos, finalmente, de las vidas y de lo vivo, que tiende a desconocer hasta avasallar lo que hay de irreductible, es decir, el carácter orgánico, las condiciones de emergencia de sentido, la relación inmanente entre determinaciones e indeterminación, la irreversibilidad del tiempo y de los actos… Atravesamos un momento de la técnica cuyo corolario es la vertiginosa delegación de funciones que aplana el comportamiento, atrofia funciones cerebrales y disloca la posibilidad de hacer una experiencia. Las derechas se benefician irresponsablemente de esta lógica y las izquierdas, irresponsablemente, la desconocen u omiten su importancia. Pero se trata, nada menos que de la modelización de los vínculos con nosotros mismos, con los demás y con los ecosistemas.

En el curso de ese proceso no hay sujeto revolucionario que haga mella, ni humanidad arrepentida que modifique las condiciones. Si, por un lado, esa invención que por algún motivo seguimos llamando humanidad mantiene un alto grado de protagonismo en su propia destrucción y la destrucción de diversos ecosistemas, la sobrevida de los Estados y las corporaciones económicas, y la organización empresarial de los individuos, no solo forman parte del problema, sino que encuentran un límite real en la complejidad.

 

Lo común

Para los pueblos que viven dentro de una cierta «organicidad», con modos tradicionales de vida y de producción, aquellos que nunca han caído en el binarismo propio de la separación occidental, el problema crucial es cómo detener su destrucción de sus ecosistemas y culturas, que avanza más allá de ellos mismos. Del otro lado, en Babilonia, donde habita el 80% de la población mundial que vive dentro de las ciudades y megalópolis, con su modo serializado e individualista, además de desterritorializado, en síntesis, el mundo del ser occidental, la pregunta es: ¿cuáles son las experiencias o las pistas de organicidad y defensa de la vida que surgen dentro de estos contextos citadinos y cómo pueden dialogar, articularse o incluso aliarse con las llamadas experiencias tradicionales?

Vemos en el feminismo situacional, en las luchas migrantes, en las diversas experiencias urbanas donde se exploran las posibilidades de solidaridades y modos de vida fundados en el deseo de fraternidad, así como en la creciente cantidad de jóvenes que alejados de la vida urbana desarrollan experiencias rurales, intensas tentativas de producir y desarrollar núcleos de territorialización en las diferentes Babilonias.

¿Cómo dialogar entre situaciones diversas, signadas por asimetrías concretas (universales concretos) sin intentar recomponer el sentido de la historia o reponer un todo prometedor? Es decir ¿cómo evitar la arcaica trampa de la “convergencia de las luchas”? La convergencia de las luchas expresa la voluntad de centralizar las multiplicidades actuantes en un bloque único que podría hacer frente al poder. Esto significa transformar la multiplicidad de expresiones de los diferentes conflictos en una centralidad que se enfoca en el enfrentamiento, cayendo así en la trampa de la represión. De hecho, el poder y la represión no existen como un bloque único, como una totalidad que se pudiera enfrentar. El poder, en la época del neoliberalismo, es la dispersión: no existe más que en las múltiples situaciones en las que se manifiesta. Pretender unificar la acción en un bloque único, centralizado, en el que todas las luchas converjan, es el camino probado de la derrota. Parece que pretendemos atacar un poder vacío que no tiene centro, obligándolo a mostrarse… u cuando se hace visible, perdemos. Lo único que podemos es hacer frente a una multiplicidad conflictual, que puede asociarse de diferentes modos y según las situaciones. En síntesis, no defendemos la dispersión sino la multiplicidad, que permita las articulaciones posibles, tanto locales como internacionales. Es la situación concreta la que define la posibilidad, para innumerables luchas o movimientos, de implicarse en acciones y proyectos articulados que producen cada vez lo común. Pero articular no significa convergencia, que cae siempre en la trampa de una totalidad que enfrenta otra totalidad (ilusoria, en el caso del neoliberalismo)

Como lo decíamos, cuando pensamos lo común no nos referimos a lo ya dado, es decir, a lo que tendríamos ya en común, sino a la producción de prácticas que crean lo común en acto y, en todo caso, resignifican y reapropian los rasgos comunes genéricos de especie, de naturaleza, de vivientes. No hay humanismo ni buenas intenciones que alcancen para ponernos en común, no podemos confundir lo común con la constatación de que “estamos de acuerdo”, no es una cuestión de opiniones, sino de encuentro de las prácticas y de una apuesta concreta que asuma tanto los acuerdos como el enfrentamiento. El conflicto es el verdadero y paradójico cemento de lo común.

Si identificamos en la producción del común el desarrollo de lo orgánico, esta organicidad no debe ser comprendida como cualquier lazo de tipo tradicional, esas formas reificadas e imaginarias de organicidad que son el nacionalismo, el integrismo, el fascismo, o las alianzas mafiosas; tampoco un imaginario telúrico vaciado. La organicidad, la producción del común, implica, según creemos, lo que por y para la situación desarrolla la potencia de actuar y lo común. No hay una forma de organicidad «en sí», es en y por cada situación que lo orgánico, como lo común, aparecerá como desafío y apuesta.

Desde este punto de vista podemos identificar los lazos y las estructuras fascistas integristas, nacionalistas, mafiosas, etc., como las formas de una organicidad patológica que reflejan la represión de lo orgánico por parte de los poderes. De la misma manera que la tan mentada corrupción es el retorno de los lazos de intercambio clásicos no capitalistas ni acumulativos, reprimidos por la economía racionalista capitalista. La corrupción, como los lazos mafiosos, deben, así, entenderse como el retorno siniestro de estos modos de intercambio reprimidos, a las espaldas de toda vocación democrática o comunitaria.

 

El poder

Frente a la descomunal maquinaria computacional-financiera construida por el capital y cuyo efecto es el de autonomizar y desterritorializar procesos que (pareciera) escapan cada vez más al manejo humano, tanto individual como colectivo, mientras sus resultados son reapropiados por el capital; en la post-democracia, se torna primordial ubicar el rol de los distintos formatos de poder institucionalizado o fáctico. Poder supone una doble pulsión: aumentar y durar. En ese sentido, los partidos políticos y los gobiernos, que entienden el poder como lugar ambicionado y como imaginario de cambio social, más allá de la multiplicidad de gestiones e instituciones –más y menos porosas–, como estructura en sí, son el lugar de la impotencia. Todo poder “bueno” emerge de la potencia horizontal que obliga a esa supuesta «bondad». Que individuos bienintencionados sean más proclives a cumplir las acotadas chance de transformación desde arriba, no significa que ellos sean ni los sujetos, ni los protagonistas, ni los motores de los cambios posibles. Hace falta ver esta permanencia del poder como algo diferente a la potencia del actuar, que jamás puede ser el lugar de la gestión y de la represión.

Todo deseo de poder es un deseo reaccionario de acabar con el deseo. 

Existe una moral progresista disponible para su uso por parte de autoridades de las distintas instituciones, bajo la forma de la institucionalización de luchas y conquistas de base: desde disidencias de todo tipo, feminismos o incluso Derechos Humanos. Así, los distintos espacios adquieren una gimnasia propagandística que les permite continuar con su rancio ejercicio del poder sin modificar nada en sus realidades y, por lo tanto, nada en realidad. Lo primero que dice el progresista en el poder es… ‘no puedo’, empezando por no modificar esa concepción del poder. Por eso nos corresponde disputar el pragmatismo de quienes no responden más que a un dogmatismo del poder, regodeo en una impotencia que sólo permite gobernar y ser gobernado, en definitiva, primacía del mando. Las luchas en las que nos inscribimos, los activismos y militancias en que nos involucramos, los pensamientos que alcanzamos a desarrollar o apenas a insinuar, están fuertemente atravesados por la horizontalidad de los vínculos –incluso aceptando zonas de verticalidad del deseo e hibridaciones– la crítica a las jerarquías vaciadas y una distancia irreductible respecto del poder impotente.

El poder es el lugar de la gestión y de la impotencia, mientras la potencia se despliega desprolijamente y con contradicciones en un nivel horizontal, en la base y en los movimientos, experiencias y trayectorias singulares. Ese es el punto de partida totalmente concreto del contrapoder. El poder no es en sí ni bueno ni malo, es lo que es: una máquina disciplinante, represora, administrativa, orientadora. En ese sentido, lo primero que habría que evitar es pensar que, por un cambio en el poder, un cambio de gobierno, se puede lograr un cambio de poder. Su perseverancia no será modificada, contrariamente, como lo muestran tantos ejemplos en la historia, es más probable que el poder cambie a los que acceden a sus huestes. Cualquier idea de revolución o de insurrección que crea que, cambiando los grupos en el poder, cambiará realmente el estado de las cosas, es una ilusión propia de la militancia triste, para la cual el poder es siempre, en el fondo, su aspiración.

Dicho esto, no queremos conducir al equívoco de un idealismo naif que imagina una sociedad sin estructuras, una suerte de asambleísmo «buenista» donde las gentes se hablan en una armonía perfecta y despojadas de la peligrosidad característica de nuestra especie (con el poder a cuestas) para arreglar sus problemas. Por un lado, la horizontalidad, la inmanencia de nuestra posición no ignora que las cuestiones que tienen que ver con la hegemonía no se arreglan con diálogos o consignas; el poder, los poderes, en particular el militar-industrial, o las altas finanzas, no se «convencerán un sagrado día», gracias a argumentos decididos en asambleas.

Pero, a la vez, las complejísimas sociedades donde vivimos no pueden ser gestionadas sin las instituciones ad hoc. Es por ello que desde 1988 el Colectivo Malgré Tout publicó su Manifiesto donde asumía la posición, en ese momento muy minoritaria, que más tarde sería una verdadera ola, en la cual se afirmaba que lo que se llamaba «poder» habría que verlo como las diferentes instancias de gestión y represión, mientras que la potencia existe en forma múltiple, conflictual en la inmanencia horizontal de la base.

Los cambios, las revoluciones, son, en parte, lo que la potencia de la base obliga a la gestión/poder a operar y aceptar cambios. Cuando un sector encaramado en la gestión/poder no puede acceder a las reivindicaciones de la base, frente a la lucha, dejan el lugar a otros sectores de gestión, amén de conceder y gestionar los cambios deseados por la base. Paralelamente, el poder es impotente para cambiar radicalmente la sociedad. Dictatorial o democrático el poder implica siempre un espejo, una representación de la potencia de la base.

En nuestros tan golpeados y sufridos países latinoamericanos, decenas de ejemplos muestran que nunca un golpe de Estado eficaz ha tenido lugar sin previamente «testear» el nivel de movilización y potencia de las bases.

La gestión es necesaria, y no es lo mismo que sea democrática o dictatorial, no es lo mismo la derecha que la izquierda, pero nadie debe confundir el termómetro con la enfermedad, el mapa con el territorio. Actuar, comprometerse en el devenir social, implica desarrollar en y para las bases la potencia que obligue a los poderes a conceder lo que a la base le es deseable, incluso si, como lo escribía Gramsci «el pueblo no fue engañado, en un momento desearon el fascismo». Es por ello que afirmamos que el deseo de poder es el deseo de terminar con el deseo, el deseo se alimenta, se relanza, se enriquece desde la base por y para la base, aun en condiciones minoritarias.

Fue en los años ’80 que presentamos las contradicciones «poder/potencia» y «política/gestión». Si existe política es la política de la potencia de la base, incluso con la mayor independencia posible de las diferentes organizaciones «revolucionarias», las cuales como muestra reiteradamente la historia, pese a la honestidad y heroísmo de sus miembros, se pueden convertir rápidamente en los anticuerpos que las sociedades producen para disciplinar la potencia subversiva de las bases.

Finalmente, llamamos «mecanismos articulados de poder» a ese funcionamiento que captura personas y zonas de su existencia. Por ello resulta importante criticar la visión moderna colonialista que siguiendo la bipolaridad occidental (cartesianismo) considera que los cambios sociales deben operarse desde «arriba». La práctica teórica, la práctica propia de la especie humana que nos permite articular a las dimensiones de la vida una reflexión teórica no debe quedar entrampada en «ideas a aplicar». Es a partir de la exploración concreta, en la base, de nuevos posibles que las tendencias transformadoras pueden emerger. Y solamente en un segundo tiempo el enfrentamiento con el poder que mantenía el orden pasado puede implicar un cambio en las disposiciones del poder, porque la potencia lo obliga y no porque alguien desde lo «alto» desee el bien del pueblo.

La lógica, la pesadilla de los «amos liberadores», de los «militantes tristes», que sueñan con el poder para aplicar sus «buenas ideas» son parte de las trampas que durante mucho tiempo nos redujeron a la impotencia. No se trata de juzgar moralmente a las personas en el poder como buenas ni malas, sino a qué mecanismos de poder y con qué tendencias están atrapadas: cuanto más alta es la posición de una persona en un dispositivo de poder, menos margen de maniobra tiene. O, dicho de otro modo, en la cúspide de la pirámide de poder se encuentra una ridícula y peligrosa marioneta que se cree autónoma.

Finalmente, si nos proponemos modestamente una comparación entre el poder/gestión y la política/potencia, podemos decir que se trata de dos «ocupaciones», dos dinámicas radicalmente diferentes pero articuladas. Por ejemplo, podemos pensar que la relación que existe entre el director de un museo y un artista refleja este tipo de dispositivo. El director de museo puede ser más o menos abierto, más o menos rígido y dictatorial, pero en todo caso no podemos decir que el objetivo del pintor sea gestionar/dirigir el museo y, por otra parte, el gestor/director, mismo conociendo su especialidad, no es quien pinta. Luego, las anomalías son anomalías y bienvenidas…

 

Situación

Pensamos que no se actúa cuando se plantea una crítica solamente moral al presente. Es siempre una posición idealista la que nos lleva a «indignarnos» por el presente, como si la realidad nos estuviera debiendo otra cosa, o cuando se pretende restablecer por todos los medios al sujeto moderno del actuar, ese que se sitúa en el binarismo cartesiano como fuera y frente al mundo que pretende dominar. La complejidad supone actuar situacionalmente, sin imaginar ningún sujeto exterior a la situación, aceptando la ausencia de garantías a nivel global de lo que una acción situada genere.

Al mismo tiempo, reconocemos el riesgo de que la ruptura con la teleología nos conduzca a una suerte de dispersión caótica o a un relativismo inoperante, incluso nihilista, que, por ejemplo, deje fuera nociones y banderas importantes como la emancipación y la justicia social. Por eso insistimos en la búsqueda de resonancias que nos pongan en común, ya que tampoco se actúa aisladamente. Si una lucha minoritaria no habla sobre todo el mundo, sino que le habla a todo el mundo, lo que sucede en una situación concreta puede afectar a otras, informarlas, modificarlas. Desde nuestros propios emplazamientos existenciales y políticos deseamos establecer una conversación horizontal con quienes pertenezcan a experiencias que resuenan con las preguntas que nos venimos planteando, cuyas prácticas contienen claves para continuar el diagnóstico que insinuamos y respuestas situadas posibles, cuya disposición habilite una apuesta común, transversal, amistosa y modesta.

Realizar una crítica a lo universal y a lo relativo implica concebir al “común” como lo que se produce en y por el acto, en el terreno de las prácticas: los lazos se desarrollan y emergen en la acción común. Por eso lo común no es ni universal ni relativo, ni tampoco es «estado, pasado imaginario o futuro que nunca llega» sino acto. A lo sumo, acto en un estar siendo. El relativista concibe un común disperso, “comunes” impermeables los unos a los otros. El universalista pretende un común a realizarse en un futuro-promesa. Aquel se sitúa en el pasado, un pasado imaginario; este otro en un futuro, futuro alucinado. Simétricamente se oponen, en la práctica, a la producción del común.

Identificamos lo «común» no con algo que esté dado. Por ejemplo, para el humanista universalista, todos los humanos tenemos un zócalo común, y a ello el relativismo le opone al colonialista globalizante en espejo, diciendo que lo común es múltiple y relativo, pero al igual que lo que ocurre con el universalista, para el relativista lo común será un elemento originario, algo que ya está ahí y que ciertas personas comparten, una suerte de multiplicidad de universales. Desde nuestro punto de vista lo «común» es lo que en el actuar, luchar, crear, se construye cada cual con sus elementos y particularidades; en ese sentido, lo común y lo singular van de la mano. No es el Ser que se comparte en momentos y situaciones, sino el estar siendo, un estar dinámico y espiralado, en el que el conjunto es atravesado a cada paso.

 

Atacar defendiendo – Defender atacando

Partimos de experiencias que expresan el “estar siendo”, por contraposición al «Ser» que se nos impone, que introyectamos, que fija las metas siempre trascendentes que terminamos pagando con los cuerpos, con la vida. El individuo que internaliza los mecanismos tecnológicos y las miserias de la vida metropolitana, se ha transformado finalmente en su propia sombra, el “perfil”. Las personas, por delegación de funciones, no exploran posibles. Es necesario imaginar otras figuras posibles, ya no del Ser, sino del estar siendo, orgánico, e inmanente. No somos ni subdesarrollados ni el objetivo será, como lo quería Fray Bartolomé, que “completemos” nuestra humanidad para acercarnos al Ser. En el mundo del «querer ser alguien», lo permanente es la frustración y la falta de “Ser”. La vida en occidente se parece mucho a una permanente sala de espera. Nunca llegamos…

Entonces, ¿cómo articular el “estar siendo”, el carácter defensivo de nuestras estrategias, con la resistencia real y el enfrentamiento? Siguiendo a Deleuze, y con perdón de la jerga, ¿cuáles serán las “máquinas de guerra” capaces de articular el “estar siendo” orgánico con la necesidad de sostener el enfrentamiento? Una lucha que no apunta al poder, una lucha que no queda entrampada en la lógica del Ser, debe desarrollarse de modo diverso al que hemos conocido, no se trata de oponer al “ejército del mal” un imaginario y peligroso «ejército del bien», pero si el objetivo permanente es el de desarrollar las formas de contrapoder que fuercen cambios, estas formas de lucha son, a la vez, determinadas por cada situación.

Nos proponemos investigar núcleos que desarrollan lo común defendiendo la vida o que incluso contengan una dimensión o una capacidad táctica para el enfrentamiento, para atacar lo apocalíptico que se cierne sobre lo orgánico. Tribus, colectivos, organizaciones, redes, experiencias capilares que compartan pistas y claves para abordar la complejidad actual y asumir el conflicto en su dimensión más real. Invitamos a elaborar conjuntamente teoría, conceptos, imágenes como una parte de nuestras formas de vida, de nuestro “estar siendo”, que aumenten nuestra potencia de lectura, que amplíen el registro perceptivo y, con ello, la capacidad de actuar. Entendemos que no alcanzan las experiencias de contrapoder existentes, ni la clínica social (tan necesaria), sabemos que los espacios de poder institucionalizado destilan impotencia, mas no renegamos de posibles vínculos y articulaciones; pero sobre todo nos preguntamos por formas de ampliación de la potencia, agrupándonos para incidir en las relaciones de fuerza. Tramas complejas –difíciles de cooptar o desarticular– entre espacios, comunidades, incluso pueblos (como la experiencia de “teia dos povos” en Brasil o las múltiples redes de comunidades en Argentina, las luchas en Chile, Colombia, entre otras).

Se trata de la construcción del común en las prácticas, del actuar situado que no reconstruye un todo imaginario, sino que forma tejidos resistentes y genera condiciones para una nueva imaginación política.

 

 

 

 

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